"La comida es riquísima, pero está muy deteriorado, las habitaciones y camas muy antiguas y nada confortables, y el personal en general es poco amable".

"La verdad que un lugar como el Parque Nacional del Teide podría albergar un establecimiento similar a los que encontramos en el sur de Tenerife. Está viejo pero no es cochambroso. El Parador no es más que un sitio donde comer, dormir y descansar; y su belleza panorámica suple con creces la falta de otras comodidades hoteleras"...

Podría enumerar más opiniones ajenas de visitantes que se han alojado allí, pero sólo expondré las mías, que por razones obvias no son tan relevantes, aunque sí objetivas por cuanto soy nacido y residente en esta isla. Así que haciendo uso de la memoria ajena a las estadísticas, puedo decir que este establecimiento surgió cuando el Estado decidió rentabilizar la industria turística, siendo entonces su máximo dirigente el ministro de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne. La idea de explotar los paisajes más singulares de la geografía patria se materializó con la construcción de diversos alojamientos en lugares pintorescos algo alejados y, por tanto, de discutible beneficio. De modo que, en función de la belleza de su paisaje y su accesibilidad, se calificaron con diversas categorías, atendiendo a su demanda. Lógicamente nuestro parador, por la singularidad de su entorno, ocupó de inmediato uno de los primeros puestos de la oferta alojativa; como también lo fueron los de La Alhambra o de Toledo. Pertenecientes a la red de establecimientos públicos regidos por el Estado, adolecen en muchos casos del inconveniente de la competencia ajena, ya que suelen ser las únicas construcciones permitidas en sus lugares de ubicación. Ocurre así en Tenerife, que por su limitado territorio cualquier visitante puede acceder por unas horas al parque nacional y disfrutar de sus excelencias; retornando a cualquier establecimiento hotelero del norte o el sur de la isla. Instalaciones que por pertenecer a cadenas privadas siempre están en constante competencia, mejorando y modernizando su habitabilidad para disfrute de su clientela, que en muchos casos consigue fidelizar de por vida.

Aunque en tiempo he pernoctado en él, desde entonces mi opinión personal por su obsolescencia no fue muy favorable. Criterio que he corroborado recientemente al acudir a su restaurante, donde se me recriminó por entrar en él antes de la hora prevista, 13.30, a pesar de estar su acceso aparentemente abierto al público. No comparto plenamente la expresión "riquísima" de un cliente, respecto a su comida, porque pude advertir algunas deficiencias en su elaboración; tampoco puedo opinar de la calidad o variedad de sus vinos, porque no suelo beber cuando conduzco. Sin embargo, sí pude advertir el deterioro de la vajilla al uso, con algún plato descascarillado en sus bordes que dice muy poco en cuanto a presentación de la mesa. Por el hecho de haber llegado con antelación, aunque luego se colmó de comensales, tuve de vecino cercano a una pareja belga, de origen español durante el "boom" emigratorio de los setenta, que ansiaba probar el guiso de carne de cabra "del Teide" -eufemismo muy habitual en todas las cartas de los menús-. Ante esta apetencia, que le fue servida tras un tiempo no muy corto de espera, pude advertir su presentación, aunque no su gusto a satisfacción del comensal. Tanto que no me pude resistir, y en un paréntesis le recomendé un establecimiento del cercano pueblo de Vilaflor, meritorio por la elaboración de dicho plato, probablemente mejor y más barato, aunque con la salvedad de su servicio más familiar. Esta indicación, que el visitante me supo agradecer, es la tónica del establecimiento que se rige por unos precios nada acordes con su estado de antigüedad. Unas peculiaridades que no dicen bien de ser el quinto en rentabilidad de toda España, cuyos beneficios sirven para enjugar la carencia de otros establecimientos peninsulares equivalentes, con un personal que está prácticamente cazando moscas. Ante mi pregunta sobre el posible lavado de cara interno y externo del edificio, se me respondió de la terca negativa central a las propuestas de renovación, como mínimo, de mobiliario, lencería y menaje. Una falta de previsión recurrente en los hoteles construidos con dinero público, que dependen de que la exasperante maquinaria política esté en manos experimentadas.

En definitiva, y a tenor de lo observado, nuestro parador, que data de la década de los sesenta, situado en el lugar más privilegiado de una isla que sobrevive prácticamente de la industria turística, está necesitado de la renovación urgente de sus instalaciones, además de la contratación de más personal, que está bajo mínimos, según supieron confirmarme.