Estudiemos el caso de Juan Nadie, un trabajador mileurista. Juan tiene una deuda de 500.000 euros con el Banco Popular. Con su nivel de ingresos tardaría cuatro o cinco vidas en pagarla. ¿Se esta preguntando usted si Juan estaba loco cuando pidió el crédito? ¿O es que al del banco que se lo dio le faltaba un agua?

Aprendamos una cosa más de nuestros maravillosos bancos que nunca dejan de sorprendernos. En realidad, Juan tenía con el Popular una hipoteca de 150.000 euros que iba pagando razonablemente bien hasta que llegó la crisis. Con el gran crujido, la familia de Juan se fue al garete. Perdieron sus trabajos y se tuvieron que apuntar al paro, primero, y aceptar después, cuando ya se acababa, un trabajo mucho peor retribuido. En esas circunstancias, Juan ya no podía seguir pagando su hipoteca así que se fue al banco para intentar llegar a un acuerdo.

Para su sorpresa, el banco le ofreció un negocio fabuloso. Para pagar la primera hipoteca le ofrecía una segunda hipoteca en la que se metían los intereses y las comisiones de la refinanciación del crédito. Naturalmente Juan Nadie era incapaz de pagar esa nueva hipoteca, pero el Banco Popular le exigía que la aceptase, so riesgo de perder la casa, con el caramelo de que se le darían unos meses de carencia. "Y luego ya veremos". Y la familia de Juan Nadie decidió aceptar lo que se le daba (tampoco es que tuviera alternativa, salvo dejar su casa) y tirar ''palante''. Para poder asumir los pagos de la segunda hipoteca, que por supuesto Juan Nadie no podía pagar, su amabilísimo banco le ofrecía un tercer crédito con una serie de meses de carencia, con el que podía hacer frente a los pagos de la segunda hipoteca e, incluso, echar una mano a los gastos de la familia. Como ya la casa estaba hipotecada hasta más arriba del tejado, superando su valor teórico y practico, a Juan Nadie incluso se le podía llegar a dar hasta una póliza de crédito a dos años, como si fuera una empresa, para afrontar esos gastos.

¿Y todo eso, dirán ustedes, lo hacía el banco pensando en que la crisis iba a pasar y Juan Nadie y su familia iban a levantar orgullosamente su cabeza y poder hacer frente a sus deudas? Por supuesto que no. A esas alturas, la familia del señor Nadie tenía una deuda proyectada (medio millón de euros o más) que excedía con mucho de su capacidad para hacerle frente incluso en las mejores circunstancias. Y lo mismo que hacía con la familia de Juan Nadie, el banco lo hacía con otros miles de clientes e incluso promotores inmobiliarios. Patada adelante. Patada a seguir, y la deuda crecía y crecía. Y los clientes firmaban porque no les quedaba otra.

Y el banco, amigos, niñas y niños, se pagaba a sí mismo los intereses de todas esas operaciones con el dinero que daba a sus clientes (que por supuesto no le podían devolver) que se incluían en los márgenes y beneficios de esos años. Y esas operaciones imposibles de cobrar, esa bola de nieve que iba creciendo, servía, cómo no, para calcular los bonus de los directivos que tan buenos resultados estaban cosechando con la operación "buñuelo". Como todas las grandes y buenas ideas, este galope desbocado llegó a su final cuando el Banco de España bostezó en 2013 y empezó a despertar de su segunda modorra (en la primera siesta ya se le habían hundido las cajas de ahorro sin que de diera ni cuenta) y aprobó nuevas normas para provisionar las refinanciaciones.

Cuando el Banco de Santander acabó comprando el Popular -que se hundió "misteriosamente"- han terminado aflorando miles de millones de una morosidad encubierta; escondida "bajo la alfombra" de los antiguos gestores. Un pufo de refinanciaciones imposibles con el que siguieron estirando el chicle a lo largo de algunos años, hasta que se le vio la calva al peluco de la muñeca. Y todo esto, como las cláusulas suelo, los gastos hipotecarios cobrados a los clientes y la sobre exposición al ladrillo, ocurría bajo las mismísimas narices del supervisor bancario del Estado que roncaba plácidamente.

¿Y creían ustedes haberlo visto todo? Ya ven que no. Nuestros grandes amigos los bancos demuestran una y otra vez que la ingeniería creativa no tiene más límites que los de la imaginación. Y la desvergüenza.