Tenemos una democracia imperfecta, que no nos gusta. No nos gusta por sus defectos; pero, debo decirlo, ni siquiera nos gusta disfrutarla en lo mejor que tiene: la posibilidad de estar en desacuerdo con los oponentes, y aún así respetarlos. La dictadura era, acuérdense los que la vivieron, el reino del pensamiento único; te vigilaban hasta lo que pensabas. La democracia vino a restaurar libertades civiles, de comportamiento, e incluso de sentimientos, entre ellos los pensamientos religiosos. Y, también, de opciones sexuales, cuyas supuestas desviaciones fueron atacadas por el poder como una manera del bandidaje e incluso del terrorismo.

La democracia vino a garantizar libertades civiles que recibió la población como una conquista y, sobre todo, como una liberación. Pero en los últimos tiempos, quizá en los últimos decenios, se ha dictado entre nosotros una obligación por lo menos antidemocrática: exigir que los demás piensen como nosotros, de modo que a aquellos que se nos oponen les respondemos con la vileza del ninguneo. Pasa en la calle, pasa en el Parlamento, y pasa, por ejemplo, con los periódicos y con otros medios de comunicación, sobre todo digitales. Si en Twitter o en Facebook o en las restantes maneras de expresar opiniones o convicciones dices o escribes aquello que alguien en alguna parte considera impropio, la discusión posterior pasa del insulto al bloqueo. A esa situación hemos llegado también en nuestras vidas personales. Twitter, que es el hilo por el que transito con más frecuencia, en el ámbito de las redes sociales, es el terreno del silencio o el bloqueo de la opinión ajena contraria a nuestra propia opinión. He dicho, por ese medio, que debe ser muy aburrido, y hasta peligroso, exigir que los amigos piensen lo mismo que nosotros; y que resulta altamente peligroso, también, exigir que lo que leamos o lo que escuchemos esté al máximo de acuerdo con nuestras propias convicciones. Cuando dije esto último alguien de alguna parte envió a mi cuenta el siguiente menajes de un legendario periodista norteamericano, Walter Lippman. Dice Lippman en esa frase que me regalaron cuando yo expuse mis preocupaciones sobre la creciente tendencia al pensamiento único: "Donde todos piensan igual nadie piensa mucho". Así es, esa es mi convicción como ciudadano y esta es mi preocupación como periodista. Periodista es, no hace falta decirlo, gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. Ahora se le exige al periodista que, además, esté de acuerdo con el ciudadano que le lee, pues si no hay tal acuerdo deja de leer el periódico en el que escribes o el periódico que tú mismo lees. La información ha dejado de ser importante, y ahora estamos, por influencia de Twitter y otros medios de comunicación (incluso periódicos) digitales en el reino de la opinión. Aquello que se piensa se divulga como pensamiento exprimido según convicciones irreductibles que no tienen que ver con las informaciones. Los argumentos son dichos con la autoridad única del deseo: las cosas quiero que sean así, y partir de ese deseo construyo el edificio de mi opinión. Como si la opinión fuera una piedra. Los taxistas no te dejan escuchar otra emisora, las personas te afean ser de otro partido, los partidos dejan de hablar con los otros partidos, y en general nos hemos quedado sordos a la opinión que no nos gusta.

Cuando observo estas cosas que tanto daño hacen a la convivencia de las opiniones propias con las contrarias suelo recurrir a esta pregunta: ¿nos imaginamos en un mundo en el que el pensamiento fuera regido por una única voluntad? No hace falta imaginarlo, pues existió, entre nosotros con Franco, en Rusia con Stalin o en Alemania con Hitler. Era obligatorio, en todos esos casos, pensar en la misma dirección. Y hoy, cuando es el tiempo de las libertades, se vuelve al tiempo de los pensamientos únicos, que van por vías separadas y que, cuando se encuentran, se expresan, al fin, como insultos y como bloqueos del pensamiento del otro. En medio, la información ha quedado maltrecha porque la opinión ha ocupado un podio del que no la baja ni dios, a no ser que ese dios esté de nuestra parte.