Dijo, acertadamente, el poeta y dramaturgo irlandés Oscar Wilde "Cada acierto nos trae un enemigo. Para ser popular hay que ser mediocre".

Preparando mi próximo viaje, para este período estival que se avecina, a la tierra de los celtas e intentando situarme en la interesante trayectoria histórica del país, encontré las nada desdeñables enseñanzas del señor Wilde sobre algo que llevo largo tiempo barruntando acerca de cómo influye la mediocridad y la carencia de valores en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida diaria. Y, desgraciadamente, así resulta. Hoy los niños quieren ser iguales al resto de la manada para evitar ser despreciados por los demás, si eres igual al resto ya estás incluido en el grupo, del mismo modo que resulta con nosotros los adultos; cuestión que he podido observar se manifiesta en el ámbito de la empresa, la política y en la sociedad en general, porque no gusta ni se acepta al que sobresale. Al que destaca ha de hacérsele bajar al plano donde se mueve el resto, de lo contrario, ya nos encontramos con un grave problema. Recuerden la historia del cubo que estaba lleno de cangrejos (al que intentaba salir los demás le tiraban de las patas para que sencillamente no lo consiguiera; si todos no pueden, uno solo tampoco) o de la rana sorda (que sale del pozo en que cae porque no consigue escuchar los desalentadores mensajes de sus compañeras de estanque). Al que quiere emprender una aventura que se extralimita de nuestros sueños le decimos, simplemente, que no lo va a conseguir, y al que se aparta del redil a cogotazos le hacemos volver, tachándosele de "díscolo". Y así es la cadena, hasta en las empresas tenemos grandes líderes "mediocres" que vienen a ensalzar el más que conocido principio de incompetencia de Peter, del que en su día ya habló Ortega y Gasset, basado en el principio de jerarquía que no es más que el reconocimiento de que en las organizaciones modernas las personas que hacen bien su trabajo son ascendidas a puestos de responsabilidad y una vez allí no son capaces de formular ni sus objetivos de trabajo, alcanzando su máximo nivel de incompetencia. Y es que, señores, no todos servimos para todos ni todos tenemos los mismos valores. No sé si conocen la variante del principio anterior, el de Dilbert, acuñado por Scott Adams, que se inspiró en la observación satírica hecha en los 90 y que afirmaba que las grandes compañías ascienden a los empleados más incompetentes a puestos directivos para que causen el menos daño posible en la empresa, utilizando la idea de que en determinadas situaciones, los puestos superiores de la organización pueden tener muy poca relevancia en la producción real dado que la mayoría del trabajo productivo de la misma está hecho por personas de la parte baja de la escala de poder.

Y llegados a este punto apelo a la preservación de los buenos valores, de los modales, del autorreconocimiento para lo que estamos preparados y para lo que no, ensalzando la generosidad y la honestidad, aires que tuve ocasión de sentir hace unos días cuando visité al grupo Valora y al grupo Fedola, grandes empresas cuyo "leitmotiv" es la honestidad en mayúsculas. Supongo que en algún momento hay que echar freno a la sociedad narcotizada, despersonalizada y atontada en la que estamos, superando esta era tecnológica y digital donde prevalece el egoísmo y el superyó, donde la soberbia es un supervalor, donde los egos se crecen y se mira por encima del hombro a los demás. Ha llegado el momento de la verdad, de la sinceridad, de aplaudir los éxitos de los demás, del compartir la información que lleva al poder, de ser y de sentir. Se trata, en puridad, de superar la era de las dos velocidades: del que da un 1% y del que acelera y da ese 99% en pro de ellos mismos y de los demás.

En definitiva, opto por que superemos a los mediocres que critican pero no se atreven, que juzgan y no son capaces, aspiran y envidian, señalan pero son cobardes, y, simplemente, son inútiles que existen.

* Presidente AJE Tenerife