Comienzo el comentario sin evitar dibujar una leve sonrisa, dado que el corrector automático cambia mi variscazo por mariscazo, lo cual es incierto, porque ni me atrevo a preguntar por el precio del bogavante en canal, porque ese bicho es patrimonio de los que padecen de gota, a lo Felipe II, por su exceso de consumo. A lo más que podemos llegar es a un langostino del uno o tres del cuatro o cinco, que son los más baratos, y congelados, por supuesto.

En tiempos casi del Jurásico, que está ahora muy de moda por la presencia de saurios en la Mesa Mota lagunera, ahora convertida en un Jurassic Park de ocasión, los aficionados a la pesca deportiva, pertenecientes en su mayoría al club Neptuno, no compraban casi nunca, como ahora, la carnada, sino que esperaban la bajada de la marea para levantar piedras y requisar todas las lombrices que podían antes de la primera ola de la pleamar. De igual modo, el camarón que ahora se dispensa de forma onerosa en los chiringuitos de playa se pescaba con una camaronera de arrastre, que venía a ser una pandorga de forma rectangular con la que se rozaba desde el fondo toda la superficie de los prismas del muelle para sacarlos de las paredes y atraparlos en la malla. Así que aún vivos volvían de nuevo a la mar, enganchados en el anzuelo para estimular el apetito visual de los peces con vocación de pescados.

Esta práctica, que se extendía a lo largo de todo el espaldón del muelle Sur, con excepción de la valla de separación de los últimos metros, reservados para los petroleros o butaneros, constituía un motivo de observación por los transeúntes ciudadanos, que acudían para observar las operaciones de carga o descarga de los barcos y de paso a contar el número de pescados que cada pescador dejaba a la vista con evidente orgullo. Por increíble que parezca, antes se podía llenar un cubo con las capturas, ajenas a revisiones policiales o permisos documentados -y pagados- para no ser sancionados o requisadas sus pertenencias, hoy mucho más onerosas que las de antaño, cuando todo era de fabricación artesanal en la propia casa. Yo mismo, viendo a mis mayores, aprendí alguna de esas habilidades que ya no practico por la falta de materia prima piscícola. Existe una vieja máxima que expresa "que donde se está cómodo, no se pesca". O lo que es lo mismo, que para pescar de orilla no hay que ponerse cómodamente sentado en el espigón de un muelle, sino que hay que arremangarse y situarse en equilibrio inestable sobre una roca batida por el oleaje, con la premisa de salir a escape cuando el mar hace pausa, escarbando con las patas como los toros de lidia, para luego arremeter en forma de ola iracunda contra el despistado inexperto, llegando en algunos casos a llevarse mar adentro al infortunado.

A lo largo de mi vida he atesorado algunas anécdotas de familiares o amigos cercanos, como la pérdida de un costoso Rolex- cronómetro de mi padre, que se desprendió de su muñeca por el impulso del lance y fue a parar al fondo de la bahía, haciéndole compañía al cutter Fox de la escuadra de Nelson, hundido de un certero cañonazo, y si me apuran, también junto a su brazo desprendido por el Tigre.

En otra ocasión, ya lo he contado, fuimos acorralados por una manada de pulgas hambrientas frente a una cueva en Los Abrigos, por la que tuvimos que regresar a la ciudad en calzoncillos a modo de bañador, que luego quemamos al día siguiente, y el coche tuvo que ser desinsectado en Sanidad.

Concluyo con otra de mi recordado condiscípulo escolapio Jaime, que acostumbraba a llevarse una botella de vino quinado para combatir el tedio de la espera. De modo que, viéndome pescar de forma continuada sin él estrenarse, entre trago y trago comenzó a golpear con saña el mar con su caña telescópica, y ante mi obligada pregunta, me respondió: ¡coño, si no los pesco, los mato a golpes!

Que ustedes disfruten las vacaciones y que los políticos no alumbren ideas nocivas.

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