Hace mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana, una joven y extremadamente caliente estrella compuesta esencialmente de hidrógeno y helio emitía una radiación tan intensa que era capaz de arrancar los electrones de los átomos que constituían el medio interestelar circundante. Pronto, sin embargo, uno de estos electrones se recombinó con un protón y el nuevo átomo de hidrógeno emitió luz en forma de fotón.

Comenzó así un viaje de 13 000 millones de años para el corpúsculo de luz, primero sorteando las densas y oscuras nubes de polvo en las entrañas de la galaxia, evitando después ser absorbida por los átomos de hidrógeno que se acumulaban en las regiones más externas donde ya casi no había estrellas, para finalmente escapar al medio intergaláctico. Una onda electromagnética más, viajando a toda velocidad (literalmente es "toda") a través del espacio-tiempo, expandiéndose también con él y perdiendo energía en su largo viaje en dirección a otra galaxia, una en la que hoy hay una estrella alrededor de la cual orbita un pequeño planeta azul pálido. Y la onda penetró en la atmósfera rica en oxígeno y nitrógeno (sí, sí, y argón) del planeta, y no encontró en su camino nubes ni polvo ni aerosoles, y cuando ya casi se encontraba sobre la superficie del planeta ¡bang!, rebotó en un espejo gigantesco, y luego dos reflexiones más, seguidas de un recorrido a través de un circuito de lentes que llevaron al fotón directa y precisamente al píxel de una cámara donde, finalmente, quedó registrado para mayor fascinación de un voyeur del cosmos.

Fascinación porque ese fotón nos habla de la infancia del Universo, de la formación de las primeras estrellas y, con ellas, las primeras galaxias. Y, como ese fotón, otros muchos, de otras energías y provenientes de otros objetos, cuentan la historia de agujeros negros miles de millones de veces más masivos que nuestro Sol y que engullen gas de manera desenfrenada; o de sistemas planetarios que orbitan alrededor de lejanas estrellas y cuya arquitectura y composición desafían nuestra imaginación; o, en fin, de enormes campos magnéticos que se retuercen en la superficie del Sol liberando toneladas de material que al impactar con nuestra atmósfera iluminan las largas noches de los inviernos polares.

Cada fotón es una reliquia del pasado, un elemento más de esa piedra de Rosetta que poco a poco nos permite descifrar los enigmas del Universo. Y es por eso, porque cada observación abre una ventana a procesos físicos que de ninguna manera pueden ser reproducidos en los laboratorios, que los astrónomos y los ingenieros exprimimos los límites de la tecnología para diseñar y construir los telescopios e instrumentos más potentes.

Telescopios que empequeñecen al mismísimo Coliseo y pesan miles de toneladas y, sin embargo, se mueven con una liviandad y precisión dignas de los icónicos ballets rusos. Telescopios con una superficie colectora equivalente al tamaño de una piscina olímpica y que por tanto requieren de cientos de segmentos para conformar un mastodóntico espejo que no solo refleje el 99% de la luz incidente, sino que además se deforme para generar las imágenes más nítidas. La precisión en el pulido de estos espejos es tal que si uno de los segmentos fuera del tamaño de Tenerife, ¡el punto más elevado de la isla no sería mayor que un simple grano de sal! Pero un telescopio no es nada sin los instrumentos con los que va equipado y que son los responsables de jugar con la luz, enfocándola y en ocasiones dispersándola con la ayuda de complejos elementos ópticos, y registrándola mediante detectores fabricados con materiales que absorben todos los fotones que han sobrevivido al arduo camino. Algunos de estos instrumentos proporcionan medidas tan precisas y estables que somos capaces de detectar oscilaciones de tan solo 0,5 km/h en la velocidad de una estrella lejana causada por minúsculos planetas que orbitan a su alrededor. Otros instrumentos analizan la luz de baja energía emitida por discos planetarios y estelares, y por regiones intensamente oscurecidas por densas columnas de polvo. Pero para ello han de ser blindados frente a la radiación del entorno y del telescopio mismo en cámaras criogénicas a bajísimas temperaturas de -240 ºC.

Por último, de nada sirve toda esta tecnología si al telescopio no llegan suficientes fotones o si la turbulencia atmosférica difumina la imagen. Así que los construimos en las montañas que reúnen las mejores condiciones para que la señal llegue impoluta, lugares como las cumbres remotas de Canarias, Hawái o Chile, donde la atmósfera es cristalina y estable y la perniciosa contaminación lumínica de nuestras ciudades es apenas perceptible. Aún así, en ocasiones es necesario abandonar el planeta y hacer del espacio el hogar del telescopio, de forma que opere lejos de la opaca y turbulenta atmósfera terrestre.

El proceso de diseño y construcción de telescopios e instrumentos es una auténtica coreografía, una simbiosis entre grandes equipos de astrónomos e ingenieros en la que los primeros piden el cielo y los segundos se encargan de mantener los pies en la Tierra. Y todo para detectar ese esquivo fotón. Así que cuando se levanta el alba y el tiempo del astrónomo termina, me gusta plantar mi mano en las frías y metálicas paredes de la cúpula, como ese explorador que apaciguaba su corcel tras una agotadora jornada, y recordar las palabras del astrónomo del siglo XVIII William Herschel:

"He mirado en las profundidades del espacio más allá que ningún ser humano antes que yo. He observado estrellas cuya luz, se puede probar, debe tardar millones de años en alcanzar la Tierra."

Doscientos años después esta reflexión, que parece sacada directamente de Blade Runner, sigue teniendo una vigencia estremecedora. Porque a los astrónomos nos invade una sensación única de descubrimiento cada vez que apuntamos el telescopio a la negritud del espacio y de él emergen fotones a los que nadie jamás prestó atención o, incluso, nunca antes fueron vistos. Y este embrujo merece ser compartido.

Rubén Sánchez Janssen es un astrofísico lagunero que se licenció y doctoró por la Universidad de La Laguna, con un proyecto de tesis desarrollado en el Instituto de Astrofísica de Canarias. Tras estancias postdoctorales en el Observatorio Europeo Austral (ESO, Chile) y el Instituto de Astrofísica Herzberg (Canadá), actualmente forma parte de la plantilla del Observatorio Real de Edimburgo, en Escocia. Allí divide su tiempo entre el desarrollo de nueva instrumentación astronómica para grandes telescopios, como el ELT, y el estudio de galaxias y sus cúmulos estelares.