Pocos tíos han envejecido tan malamente como el actor Steven Seagal. En los 90 fue uno de los iconos más deseados de Hollywood, y su facilidad para desgarrar todo tipo de extremidades causó furor en todo el planeta. En las pelis, los crujidos de los huesos lograban que nos retorciéramos de dolor en las butacas, pero a él no se le movía un pelo. Entonces tenía 35 años y no se le movía un pelo porque no tenía pelo; hoy, con 67, el que fuera rey de las artes marciales asiáticas luce una nutrida cabellera afro a modo de algodoncillos enroscados y teñidos de negro azabache por toda su cabeza. A veces, hasta con coleta. Debió de ser de los más atrevidos a la hora de los trasplantes, porque este monosilábico repartidor de cachetadas tenía bastante que envidiarle en eso a Silvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Van Damme, al abuelete Chuck Norris o cualquier cachas de la época.

Adoctrinado en Japón, fue el primer occidental en abrir una academia de artes marciales en el país del sol naciente. En aquellas décadas tejió un aura de misticismo que enamoró hasta a "la mujer de rojo", que no era otra que la tremenda de Kelly Lebrock. Ágil con los brazos y parco en palabras, quien fuera el espíritu de la golosina tiene hoy la cara tan inflada como un tamboril después de un festival de bótox; pero oye, ahí está él, casado por cuarta vez, regentando escuelas para dar cachetadas y, eso sí, sin ningún amigo que le regale un espejo que le ponga de manifiesto que, con los retoques, se le fue la manita. Qué cosas, tú.

@JC_Alberto