Podría imaginarme estar en la capilla mayor de la iglesia de Santo Domingo, contemplando a la luz de las lámparas a la santa imagen, situada en su trono bajo un dosel de terciopelo carmesí, deslumbrado por el brillo de las piedras preciosas prendidas en su manto, mientras unas voces cantaban con solemnidad las horas del coro, y añadían una canción española en su alabanza, con un estribillo repetido al final de cada estrofa: ¡oh, Virgen de Candelaria, lúcida estrella del mar! Melodía entonada por un grupo de hombres vestidos de guanches, entre los cuales dos de ellos exhibían insignias de reyes.

Siguiendo la descripción que el propio Juan Primo de la Guerra y del Hoyo, tercer vizconde de Buen Paso, hacía en su conocido "Diario", uno colige a la luz de la descripción la sencillez de un pueblo de pescadores y labriegos que vivía bajo la protección del manto de su Virgen. Familias humildes que se apiñaban cercanas a la iglesia en sus modestas casitas de una sola planta, en donde alojaban a los peregrinos en demanda de cama, abrigo y alimento frugal, esencialmente a base de pescado o productos de la huerta. Y aunque el vizconde prosigue relatando detalles de la solemnidad de la celebración, haciendo énfasis en resaltar todos los nombres de los personajes de su misma condición social y las jerarquías del clero que los acompañaban, también hace una reflexión distinguiendo la tradición de la celebración de los antiguos milagros atribuidos a la imagen de Nuestra Señora de Candelaria. Una doctrina inaccesible a la explicación, según su criterio, porque para la pacata opinión del público creyente bastaba un simple rumor para aceptar su contenido como váiido sin ninguna clase de análisis, para después transmitirlo como un hecho cierto hasta el grueso de la muchedumbre ansiosa y poco dada al raciocinio, que quedaba rápidamente seducida por una doctrina que en algunos aspectos carecía de lógica y solidez.

No quiero continuar esta narración un tanto sesgada, donde el propio vizconde expresa sus dudas y reservas respecto a rumores de falsas apariciones, aunque finalmente las exonera en honor a la veracidad del hallazgo, dejado a propósito por unos frailes en la playa güimarera del Socorro, cercana al pueblo habitado por quinientos vecinos y un cura llamado Agustín de Torres, y el prior del convento fray Antonio Fernández; lugar este muy regalado por los cuantiosos donativos procedentes de la América, y por los productos de la data que le concedió allí el Cabildo, extendida desde la cumbre hasta el mar.

Como quiera que el diario sigue abundando en la ostentación de los ilustrados acomodados, declino continuar esta lectura haciendo la salvedad de que el vizconde, en un acto de generosidad con su criado, víctima de un enfriamiento por ir a pie en la ida tras el caballo de su opulento amo, decide alquilarle un mulo para retornarlo a su casona lagunera, aunque no deja de razonar que esta decisión es buena porque su caballo, que retrocede alarmado ante la avenida de los barrancos, ahora se siente más acompañado por el mulo, que conoce el camino a la perfección. Dicho en román paladino, que gracias a la inexperiencia del caballo, el criado enfermo ve la salvación regresando a lomos de una cabalgadura de alquiler más modesta.

Dejando atrás la indiferencia con que Juan Primo de la Guerra aborda con levedad los detalles alusivos a los que no son sus homólogos, damos un salto en el tiempo para llegar a la actualidad del protagonismo multitudinario que hoy sigue teniendo el culto a la Patrona de Canarias, donde por razón de trienios acumulados me tocó ser testigo y partícipe, el 1 de febrero de 1959, de la ceremonia inaugural de la basílica, presidida por el obispo don Domingo, formando parte de un abigarrado coro compuesto por voces de la Coral de Cámara de Santa Cruz de Tenerife, Orfeón La Paz de La Laguna y la Coral Palestrina del padre José Miguel Adán; todas con el acompañamiento de la Orquesta de Cámara de Canarias bajo la batuta del maestro Santiago Sabina Corona; un toscalero residente en la calle San Martín, 14, hijo de Santiago y Rosa, un matrimonio candelariero que supo inculcar a su hijo la devoción por su Patrona.

A dos días después de la reciente celebración festiva, coincidente con la Asunción de María, y desterrada la fecha litúrgica del 2 de febrero, por su climatología invernal más adversa, de nuevo los caminos se habrán abierto tras los pasos de los peregrinos, que han cumplido por razones muy diversas este rito de acercamiento a la villa mariana, para rendirle tributo de devoción a la Virgen, como pago de una promesa o simplemente por pura novelería. Es a los que ostentan esta última argumentación a los que les pido moderación con las bebidas alcohólicas y otras sustancias, así como el respeto debido al medioambiente para evitar conatos de incendios indeseados.

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