A los lectores quizá todavía no, pero a mis amigos los tengo aburridos con mi historia de amor por Barcelona.

Es una pasión infantil, desde que llegó la radio a mi casa, siguió con las canciones de Raimon y de Serrat, pero sobre todo alcanzó su cúspide cuando, siendo un monifato, me hice aficionado al Barcelona.

Luego he sido de Barcelona y del Barcelona a la vez; pero cuando de veras conocí Barcelona fue en 1970, cuando un catalán y una catalana que vivían en Santa Cruz, en el edificio Taomar de la Rambla de las Flores, Pep Paqual y Montse Solano, me regalaron un viaje con ellos a la ciudad de mis amores.

Ya trabajaba en EL DÍA, hacía entrevistas, reportajes, fotografías; era el chiquillo de la Redacción, y ya conocía a don Domingo Pérez Minik, que es una figura imprescindible en mi vida y, en concreto, en esta historia.

Don Domingo me proporcionó algunos contactos en Barcelona, a través del crítico José Domingo, compañero suyo en la revista Ínsula. Entre esos contactos, ya hablé aquí del que me hizo llegar hasta Gabriel García Márquez, de cuyo encuentro hablé aquí otro día. Por ese tiempo había estado en Tenerife Pablo Neruda, que bajó en Barcelona, en su viaje de Francia a Chile, a ayudar a Salvador Allende. Después de su escala en Barcelona, el gran poeta pasó por Tenerife y allí lo encontramos, precisamente con Pérez Minik y otros. Por cierto, Neruda no quería bajar del barco, porque decía que Tenerife era tierra de Franco. "Pues usted bajó en Barcelona, a ver a García Márquez; y aquello también es tierra de Franco". Neruda bajó, se tomó unas cervezas en el Atlántico, seguramente vigilado, como nosotros, por el policía al que le correspondiera.

Los amigos que me invitaron a Barcelona, Pep y Montse, me proporcionaron la felicidad de ese viaje. En aquel entonces yo leía periódicos de Barcelona, como TeleXpres, a Vázquez Montalbán en Triunfo, había leído a Francisco Candel (Hay una juventud que aguarda, Donde la ciudad pierde su nombre, Dios, la que se armó), que se convirtió en uno de mis escritores favoritos, con Miguel Hernández, con Federico García Lorca, con Delibes..., con García Márquez, con Julio Cortázar, con Vargas Llosa...

Era la época de la formación, del descubrimiento de las palabras y de las palabras de la vida. Y entre esas palabras grandes, como madre, cine o poesía, estaba Barcelona. Ahora que ha pasado esta tragedia ocasionada allí por unos malvados, en la propia Rambla, la bellísima calle que en 1970 era un oasis de castañas y frío, ese amor se ha reavivado como cuando un adolescente ve peligrar el edificio de afectos en que consiste su vida.

Por eso todos los detalles de aquella Barcelona volvieron como si los estuviera viendo. Juan Antonio Masoliver, el excelente poeta, crítico y narrador, me preguntó esta misma mañana por algunos detalles de ese viaje que es mi vida, y le comenté qué era Barcelona para mi, esa zona de la ciudad que ha sido alcanzada en su corazón por la diablura.

Y le dije lo siguiente: Barcelona es un día de diciembre de 1970; subo por la Puerta del Ángel, junto a la Rambla, seguramente donde ahora se han producido estos alevosos manejos de la maldad; hace mucho frío, pero la gente va feliz, como si se acabara de encontrar con la paz o con un amigo, pues entonces todo estaba en peligro menos el tiempo: cuando uno mira y es joven todo le parece mejor que lo que ocurre. En ese tramo de pronto vi los ojos de una persona, el profesor Enric Cassases, que fue profesor en La Laguna y que caminaba con las manos atrás, con la sencillez habitual en él, en sus ojos agrandados por las gafas, en su espalda elegante y algo encorvada, en sus manos de científico acostumbrado a lavarse siempre que termina una tarea.

Había sido compañero mío en el Colegio Mayor San Fernando, y había sido solícito y educado, alegre y conversador, y fue una alegría encontrármelo de nuevo, tan lejos. Entonces él me demostró un afecto emocionante, me llevó a comer en su casa cálida, como las de los barceloneses a los que vi entonces, y sentí esa hospitalidad como un signo de la ciudad. Y esa memoria no se me ha ido nunca relacionada con Barcelona.

El otro encuentro es mucho más frívolo, pero es también muy de Barcelona. En ese tiempo leía también a Joan de Sagarra, excelente cronista de Barcelona, hijo de Josep Maria de Sagarra, dramaturgo grande de Cataluña; Joan era, y es, más anarquista en su expresión, muy divertido en su escritura, con una aguda percepción, como periodista, de lo que está ocurriendo. Y esas crónicas que hacía entonces en TeleXpres eran una delicia. Por él y por Vázquez Montalbán supe de la célebre sala de fiestas Bocaccio. Y allí me fui, con el pantalón de dril que me había comprado mi madre para el viaje.

Entré en el Bocaccio con cuatro perras en el bolsillo y aquel pantalón de dril que abrigaba porque picaba. Ante mi, desde la barra, contemplé de pronto dos melenas que yo conocía por las fotografías en los periódicos de Barcelona que yo transitaba entonces. Eran Beatriz de Moura y Rosa Regás, acaso las más célebres barcelonesas de la crónica cultural de entonces. Ambas editoras. Las dos estaban sentadas, tomándose sendos gin tonics, o eso me pareció. Era una atmósfera que me encantó, el templo de la cultura catalana, el alcohol bien preparado, la vida que yo había leído ahora era la vida que estaba viviendo.

De pronto observé una tragedia: mis pantalones se fueron descosiendo precisamente por el culo. Avergonzado, me fui deslizando, pagué la cuenta, cuatro perras, y agarré un taxi para irme a la casa donde me habían dejado Pep y Montse. Hacía un frío intenso, el de Barcelona de 1970, y además estaba rota la ventana, que reparé con unas ropas.

Barcelona era mi ciudad, había llegado a ella, era real, la había tocado. Luego he ido mil veces, siempre voy a la Rambla, siempre he sido un devoto de ese sitio. Me dicen que ya no es lo que era. Claro que no. Pero sobre todo ahora es la que quise aquella noche de diciembre de 1970, y ahora es un dolor grande, terrible, el dolor de los que allí fueron maltratados hasta la muerte por la vida insana de estos tiempos.

Visca Barcelona.