0,00000001 segundos, 8 minutos, 2,5 millones de años, 13 000 millones de años. Estas cantidades representan el tiempo que tarda la luz en llegar a nuestros ojos desde la lámpara de la habitación, nuestra estrella más cercana el Sol, nuestra galaxia hermana mayor Andrómeda y la galaxia más lejana que los potentes telescopios inventados por el hombre hayan podido descubrir. La luz, con su asombrosa velocidad de casi 300 000 km/s y que se presenta de manera instantánea en nuestra vida cotidiana cuando encendemos una bombilla, no parece tan veloz ante las abismales distancias del Universo.

La velocidad de la luz es lo que llamamos una "constante universal" y tiene una peculiaridad que a nosotros los astrónomos nos resulta muy útil: el valor de la velocidad de la luz no depende de la velocidad del objeto que emite la radiación. De esta manera, ya hablemos de la estática bombilla de nuestro cuarto o de una galaxia surcando el espacio a cientos de kilómetros por segundo, su velocidad no se verá afectada. Es además esta velocidad "finita", que según las leyes de la Física nada ni nadie puede superar, la que nos permite ver hacia atrás en el tiempo cuando los astrónomos observamos el cielo, ya sea mirando el Sol tal y como era hace 8 minutos o las galaxias más lejanas hace 13 300 millones de años.

Con la llegada de telescopios cada vez más potentes, como nuestro querido GTC en La Palma, los astrónomos hemos conseguido observar objetos cada vez más y más lejanos o, lo que es equivalente, observar el Universo tal y como era hace más y más tiempo. Actualmente sabemos que ese Universo "primitivo"al que solo ahora podemos acceder era muy diferente del que podemos observar en la vecindad de la Vía Láctea. Las jóvenes galaxias formadas en esos primeros instantes del Universo, que aparecen como puntitos débiles a los ojos de nuestros telescopios y que podrían ser los progenitores de galaxias cercanas como nuestra Vía Láctea o Andrómeda, llevaron una vida mucho más ajetreada en esos momentos iniciales. Estrellas cientos de veces más grandes que nuestro Sol se formaban en estas galaxias y al final de su corta vida (unos pocos millones de años) morían en gigantescas explosiones cósmicas que ni los mejores efectos especiales del cine han conseguido imitar.

Nuestras mejores teorías sobre la evolución de las galaxias nos describen un Universo jerárquico, donde con el tiempo las galaxias más pequeñas se fueron fusionando dando lugar a galaxias cada vez más grandes. En estos choques galácticos, las estrellas formadas en galaxias diferentes se combinaron para dar lugar a nuevas galaxias y, a su vez, nuevas estrellas se fueron formando contribuyendo al crecimiento galáctico. Para cuando el Universo se encontraba en su adolescencia, hace aproximadamente unos 10 000 millones de años, las galaxias alcanzaron su apogeo en su capacidad de crear estrellas. Las causas exactas por las que a partir de ese momento las galaxias han producido cada vez menos estrellas no son todavía claras, aunque sabemos que los motivos están relacionados con la cantidad de gas (el ingrediente fundamental para formar una estrella) disponible en una galaxia.

Con el tiempo el Universo se ha ido expandiendo, las distancias entre galaxias se han ido agrandando y la frecuencia de fusiones entre galaxias individuales ha disminuido, reduciendo la formación de estrellas. Asimismo, el Universo ha evolucionado provocando que las galaxias se reúnan en agrupaciones cada vez más grandes llamadas cúmulos de galaxias. Curiosamente, los choques entre galaxias individuales dentro de los cúmulos son bastante raros, debido a sus altas velocidades, pero la fuerza de la gravedad producida por el mismo cúmulo puede provocar que una galaxia atraída hacia su interior pierda casi todo su gas, y por tanto su capacidad para formar estrellas, en un tiempo muy limitado (menos de 1000 millones de años). Con la ayuda de simulaciones numéricas también hemos descubierto que no todo el gas se puede usar para formar estrellas y que fenómenos como las explosiones de supernovas o los núcleos galácticos activos (de los que ya se ha hablado en esta Gaveta de Astrofísica) son capaces de barrer el gas presente en una galaxia dejándola vacía de material para formar estrellas. Por lo tanto, a pesar de que hace 10 000 millones de años las galaxias albergaban más gas que las galaxias cercanas, por lo que tenían más combustible para formar estrellas, su evolución se ha producido de una manera mucho más tranquila y durante su madurez han ido creciendo a un ritmo mucho menor, dejando paso a otros procesos que los astrónomos llamamos seculares (ya que requieren mucho tiempo para que se noten sus efectos) que guían la vida de las galaxias desde ese momento hasta nuestros días.

Entender la evolución galáctica desde sus primeras etapas en la infancia del Universo, pasando por su agitada juventud formando estrellas, hasta su madurez actual en las galaxias más cercanas es un proceso complicado, pero enormemente interesante. En los últimos años hemos sido testigos de impresionantes avances gracias a nuevas observaciones que, con la ayuda de la velocidad finita de la luz, nos permiten trazar la vida de las galaxias. Hace apenas 100 años, el gran debate en Astronomía se centraba en entender si existían objetos fuera de nuestra propia galaxia. Hoy en día tenemos catálogos con cientos de millones de galaxias, algunas de ellas observadas cuando el Universo tenía apenas un 3% de su edad actual. Por supuesto, y como todo campo emocionante en la ciencia, nuevos desafíos a nuestras teorías se nos plantean con ejemplos de galaxias apagadas y que no forman estrellas ya presentes hace 10 000 millones años, justo cuando el Universo estaba en plena efervescencia, o con galaxias cercanas produciendo estrellas a un ritmo demasiado elevado para lo esperado. Es en estos contraejemplos donde se esconden los maravillosos enigmas del Universo que poco a poco los astrónomos nos encargamos de desentrañar.

Jairo Méndez Abreu nació en San Juan de la Rambla, Tenerife, y cursó la Licenciatura en Física por la Universidad de La Laguna. Es Doctor en Astrofísica por la Universidad de La Laguna y la Universidad de Padua, Italia. Tras su paso por Italia volvió a Canarias con un contrato postdoctoral en el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y un contrato Juan de la Cierva. Posteriormente se marchó a Escocia donde desarrolló su actividad investigadora en la Universidad de St Andrews. Recientemente ha vuelto como investigador al IAC, donde continúa sus estudios sobre dinámica y evolución de galaxias.