Mucho me temo que el execrable suceso terrorista perpetrado en las Ramblas de Barcelona va a seguir acaparando titulares y noticias en toda esta segunda quincena de agosto, donde los medios policiales aún se afanan por esclarecer y desmontar la parafernalia de un comando de exaltados, amamantados con dinero público de todos los españoles, que han derivado de forma voluntaria en la metamorfosis de la radicalización.

Para los que detestamos la violencia en todos sus géneros, nos resulta difícil asimilar las causas y el motivo de ese odio larvado a todo lo que no responda a un credo religioso, interpretado de forma personal por el oficiante de turno, que tras leerse un pasaje del Corán lo manipula conforme a su opinión para trasladarlo a mentes, aún adolescentes en formación, con la finalidad de destruir todo lo que no está conforme con su doctrina. Un caldo de cultivo que se entiende en una sociedad elitista e intolerante con los credos ajenos, pero que en la nuestra, en este caso, es todo lo contrario, y por ello no se entiende que jóvenes nacidos y criados en este país con todas las libertades deriven en un soterrado desprecio hacia la misma sociedad que los ha integrado en su seno.

Tengo un amigo de infancia que cuando le abordo sobre estas cuestiones opina de forma tajante que no se puede seguir dando alas a estos comportamientos intransigentes, desarrollados en el meollo de una cultura radicalmente diferente al credo católico, capaz de llegar al fanatismo con la imposición de las prácticas y rituales de su propia doctrina, más propias en estos casos a un tiempo obsoleto, desacorde con los postulados de nuestro siglo.

De la mano de los medios audiovisuales, estamos viendo casi en directo la caza y captura de los causantes de esta masacre, difícil de erradicar en la memoria colectiva, porque la diferencia de estos exaltados es que ellos siguen siendo fieles a la norma de morir matando, por esa absurda creencia de ganarse con sangre inocente el Paraíso, para luego disfrutarlo en toda su plenitud atendidos por una docena de obsequiosas huríes, conforme a la doctrina del Profeta.

Pero por patético que resulte el incidente, que ha costado tantas pérdidas de vidas inocentes, lo más triste es que algunos partidos políticos están utilizando la desgracia colectiva para hacerse un hueco con el absurdo protagonismo del CUP, que supone nadar contra corriente negando el apoyo a las iniciativas de solidaridad entre las instituciones catalanas y el Estado, con la absurda acusación de que este financia el terrorismo. Lo cual resulta explícito para definir su catadura moral, ajena a toda acción de homenaje colectivo a las víctimas de la masacre.

Pero no queda así la cuestión, porque a toda esta sinrazón absurda, en búsqueda febril de protagonismo, hay que añadir el torrente de noticias falsas difundidas a través de WhatsApp, por desaprensivos que se han regodeado en la desgracia ajena para protagonizar su absurdo minuto de gloria. Un comportamiento más propio de los que sólo son rémoras de esta sociedad, incapaces de tener un ápice de sensibilidad con la desgracia ajena.

De seguir presumiendo de tolerantes y civilizados, vamos a abonar el comportamiento radical de estas culturas que ya se están expandiendo por el mapa de los estados democráticos, como un mal imposible de erradicar, porque el fanatismo, aparte del odio que lleva consigo, sólo se alimenta del radicalismo más intransigente, que nutre y educa a una parte de la actual juventud formada en el culto a la intolerancia. La historia está sembrada de holocaustos contra la propia humanidad, y en vez de tomarlos como ejemplo a erradicar, seguimos cayendo en los mismos errores del pasado, porque siempre hay voces detestables que siguen incitando a repetirlos.

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