Soy periodista por culpa de don Julio Fernández, aquel hombre flaco y erguido, al que siempre recuerdo con una libretita en la mano, como mi padre, y con un cigarrillo en el otro, preguntando de prisa (como mi padre también) porque se tenía que ir.

Él aceptó la primera crónica de mi vida, y después ya no me he podido desprender de la letra impresa de los periódicos, ni de su lectura ni de su escritura. Soy un loco de los periódicos. Esta serie toma su nombre de una famosa sección que tuvo en EL DÍA don Domingo Pérez Minik, Diario de un lector, que era sobre libros; un día la titularon, por error, con el título de un libro de Nicolai Gogol, Diario de un loco, y hablando un día con mi querido Jorge Espinel, subdirector del periódico, le dije que a mi me gustaría rendirle homenaje a tan preclaro colaborador llamando así, Diario de un lector de periódicos, lo que aquí escribo como loco de los periódicos. Esta es, en efecto, una sección que bien podría haberse llamado, Diario de un loco por los periódicos.

Pues don Julio tuvo la culpa. A él le mandé aquel texto, escrito a mano, sobre un partido de juveniles en el Puerto de la Cruz; él leyó la crónica, evidentemente, la tituló, le puso una entradilla (o copete: él decía copete) y la mandó a talleres. Lo que pasó luego, cuando yo apenas había entrado en los 14 años, es la historia de mi vida, que sin duda hubiera sido otra sin don Julio.

Don Julio era administrador de EL DÍA; hacía Aire Libre, aquel periódico deportivo, con Salvador Pérez Paladín, con Míguez, con Álvaro Castañeda, con algunos más, en las instalaciones del periódico; y se publicaba los lunes. Entonces, y ojalá esa tradición se hubiera mantenido por el bien de los periódicos, de los periodistas y de sus familias, no se publicaban diarios ese día de la semana, para favorecer las Hojas del Lunes y, por tanto, a los trabajadores del oficio. Entrada ya la democracia, algunos hooligans del periodismo insistieron en salir los lunes y se rompió aquel privilegio.

Para saltarse la competencia de las Hojas del Lunes, en la que no se podía incurrir, Aire Libre salía a mediodía. Y yo lo compraba siempre, casi desde que empecé a leer. Iba al Puerto de la Cruz, me encontraba con mi amigo, periodista juvenil también, Salvador García Llanos, y nos sentíamos los reyes del mambo descifrando aquel periódico deportivo aligerado por don Julio con algunas secciones que lo convertían, también, en un magazín de variedades.

Además, don Julio escribía, con enorme gracia, porque era un hombre muy culto y tenía un estilo que hacía muy ameno todo lo que tocaba, una sección muy celebrada en EL DÍA. Se titulaba esta sección Mojo de cilantro, que él hacía magistralmente recordando hechos que le llamaran la atención entre todas las cosas u ocurrencias que pasaban. Era un antecedente muy brillante de uno de los grandes hitos del periodismo español, aquel Celtiberia Show que presentaba semanalmente Luis Carandell en la legendaria revista Triunfo.

Algún tiempo después de mi primera publicación en Aire Libre don Julio me invitó a visitarle. Tenía también una imprenta, la Imprenta Santiago, cerca del Parque de García Sanabria. Allí, en un piso muy alto, me enseñó todos los fotograbados que repetía muchas veces para recortar costes en la hechura de su semanario, y me regaló muchos de esos fotolitos, que usamos luego para una revista que hice con otros amigos en La Orotava, la revista Ahora, en la que tuvimos como colaborador a otro ilustre periodista (y escritor) de entonces, don Luis Castañeda.

Ya era un periodista, ya estaba loco por el oficio. Sucesivamente estuve en ese semanario de don Julio, del que seguí siendo afectuoso admirador y amigo, en La Tarde, de la que hablaré otro día, y de EL DÍA, donde me honro ahora en colaborar. Estos días de agosto de cada año siempre recuerdo a don Julio no sólo por abrirme la puerta a este oficio grande y mísero, según los días, sino por ser tan generoso en la ya lejana bienvenida. Esa anécdota es simple pero, como verán, inolvidable, porque tiene fecha concreta. Don Julio tenía un coche, creo que de color beis, cuya matrícula era TF 31839. Él siempre decía: "31 del 8 del 39". Y por esas cosas tan húmedas de la memoria, ahora estamos a punto del 31-8-17, jamás me he quitado esa fecha de la cabeza.

En cuanto a EL DÍA? Entonces seguía siendo un muchacho de no más de diecisiete años y ya estaba loco. Iba al periódico al amanecer, lo dejaba de madrugada; comía en el periódico o en los alrededores, para estar a tiro de piedra, hacía todas las tareas posibles, incluidas las tareas más rudimentarias, tan esenciales en un diario, y nunca dije no (sigue siendo así) a un encargo o a un requerimiento. Era, lo siento ahora, el loco de Buenos Aires, la calle en la que aún se hace y se imprime el periódico, cuyo nuevo edificio de entonces tuve el gusto de inaugurar. Pues cuando entré era exactamente la semana siguiente a cuando dejamos atrás la sede de la calle del Norte, en el cogollo de la ciudad, donde, además, había conocido a don Julio Fernández.

Y de todas aquellos días y aquellas madrugadas que el periódico, como el periodismo, me procuraban estaba, sin duda, el momento para mi glorioso de la salida del periódico a la calle. Como las noches eran, y siguen siéndolo, tan airosas y delicadas, muchos de esos amaneceres yo iba de mi pensión al lateral del edificio a ver cómo cargaban los camiones. Tomaba en las manos un ejemplar del diario que había contribuido a hacer, lo olía, y volvía a aquella pensión en cuyo sótano vivía estrechamente vigilado por un ejército pacífico de sosegadas cucarachas.

Ese olor es el veneno que me hizo periodista en la avenida de Buenos Aires.