Los grandes acontecimientos en la época de la supercomunicación duran lo que un hoyo en la arena: hasta que llega la siguiente ola. Los ecos del sangriento atentado en las calles de Barcelona apenas son ya susurros informativos de algo que, en su momento, conmovió a todo el país.

La amnesia no es la consecuencia de un proceso para superar el luto, sino de la saturación de los receptores que ocupan sus neuronas enteramente en la comedia bufa de la batalla de Cataluña por su independencia nacional. Los políticos españoles tienen la costumbre intergeneracional de manipular elementos altamente inestables y peligrosos. A veces les explotan en las narices y acabamos con cuarenta años de paz y movimiento vertical. Otras solamente causan el daño de ocupar el tiempo en enfrentamientos estériles.

El líder del nuevo PSOE, Pedro Sánchez, encantado de conocerse a sí mismo y de poder decir que lo que no le mata le engorda, nos ha desvelado inoportunamente que existen tres comunidades españolas que en algún momento de la historia han reclamado su existencia nacional: País Vasco, Cataluña y Galicia. Sánchez hace un funambulismo permanente en la delgadísima línea fronteriza entre el sentido común y el abismo. Reconocer que un pueblo tiene su propia identidad nacional es una cosa y deducir que ello les permite proclamarse estado es otra muy distinta. Y hablar de la soga en el entierro del ahorcado igual sobra.

En este momento sólo hay dos posiciones claras. Por un lado, los que luchan por la independencia de Cataluña, rompiendo la estructura territorial del Estado español y reventando la Constitución de 1978. Y por el otro, los que están dispuestos a evitar, con el recurso de cualquier fuerza, que eso ocurra. Todo lo que no sea eso es tinta de calamar.

Pese a los desesperados esfuerzos de la izquierda, defender la esencia democrática del referéndum es incompatible con estar en contra de la independencia unilateral. La consulta es un trampolín para la secesión de Cataluña. Pablo Iglesias ha terminado adentrándose en la maraña de sus aliados y ya veremos el precio que paga Podemos por alinearse con los rupturistas. Aunque sea un alineamiento mediopensionista. Porque, pese a quienes piensan que todo va a acabar en agua de borrajas, la experiencia histórica en España y el caminar de la perrita hacen pensar que esta vez vamos a tener un lío de proporciones bíblicas, difícil de resolver sin víctimas colaterales.

Los partidos por la independencia han rebasado ya el punto de no retorno. No hay vuelta atrás. Y todas las advertencias y amenazas de los poderes del Estado central no han servido para disuadir a los secesionistas de sus planes. El Parlamento de Cataluña debatió esta semana de forma sobrevenida la ley del referéndum con que pretenden regular la consulta. Vamos, pues, de cabeza al 1 de Octubre. De la metafísica de la legalidad pasaremos a la realidad de la calle. Se acabarán las palabras y empezarán todos los hechos. Y la ley tendrá que imponerse por la fuerza. Esa fuerza que repugna y preocupa.