El envido fue nuestro juego más querido. Luego vinieron los casinos y otras atracciones fatales, juegos demasiado serios que barrieron aquella hermosa tarea de engañarnos con señas falsas en las trastiendas de las tabernas, disputándonos chochos o monedas humildes como si fueran de oro.

Es un recuerdo que tenemos ya el envido. Y yo (y otros de mi generación en EL DÍA) tenemos otro recuerdo en relación con este viejo y envejecido juego de cartas: el Envido 7, la sección que hacíamos al alimón a principios de los 70 de la pasada era un grupo de periodistas del diario, entre los cuales estábamos Elfidio Alonso, Luis León Barreto, Julián Ayala y quizá alguno más que estoy dispuesto a incorporar en cuanto levante la mano.

Era una sección de crítica, como aquella que tenía también entonces La Codorniz, la revista más audaz para el lector más inteligente. En aquel tiempo, con Franco vivo y los franquistas (que eran casi todos) vigilando, no se podía hacer crítica política, aunque se hiciera también (y en EL DÍA se hizo) subrepticiamente; se hacía en Madrid, en Informaciones, en Triunfo, en Cuadernos para el Diálogo?, pero no se hacía abiertamente: se hacía por interposiciones metafóricas que a veces salían mal y daban muchos disgustos. El diario Madrid fue literalmente dinamitado por un editorial que escribió (y firmó) su presidente, Rafael Calvo Serer, glosando la retirada de Charles de Gaulle. Fue interpretado como una invitación a que Franco se retirase, Manuel Fraga Iribarne tomó cartas en la metáfora y algún tiempo después el diario Madrid dejó de existir incluso físicamente.

Así que Envido 7, la sección más crítica de EL DÍA, se detenía sobre todo en las cosas mundanas, sociales o políticas de andar por casa. Como la de La Codorniz, se entretenía también en el humor; su desenfado chocó una vez con Alfonso García-Ramos, que era el director adjunto o el director (nunca se supo qué puesto ocupaba con don Víctor Zurita como cabeza visible) del diario La Tarde. Este periódico ya lamentablemente desaparecido (como tantos de este país que han caído para desgracia de la comunidad de periodistas, teclistas, publicitarios, etcétera) era entonces nuestra única competencia, hasta que llegaron otros diarios a la capital. De modo que una polémica con el adversario siempre venía bien e incluso era inevitable.

Ahora ya no me acuerdo, y si me acordara no lo diría, de quién escribió aquel envido; y no diría quién fue su autor porque entonces no se dijo y no se decía nunca: éramos como los tres mosqueteros o como Fuenteveojuna. Fue una crítica a algo que entonces publicó en su periódico el propio Alfonso García-Ramos. A algunos de nosotros se le ocurrió que lo que había dicho el por otra parte tan querido compañero no se ajustaba a lo que nos gustaba, y arremetió contra él en la sección.

García-Ramos era un hombre de muy buen humor, pero también tenía los prontos de un canario de La Laguna, y se alzó en armas? contra Ernesto Salcedo, que, como Alfonso, era bajo de estatura pero igual de fueguillo. Salcedo no había escrito aquel artículo, ni escribió ninguno de esa serie. Éramos nosotros los responsables, pero García-Ramos se lo atribuyó a Salcedo y los dos gallitos de pelea se alzaron sobre su estatura y se dieron de lo lindo.

Duró algunas semanas el rifirrafe; lo más suave que se dijeron fue un adjetivo que nunca había escuchado como insulto, caballerito, que le dijo Alfonso a Salcedo. Ha pasado tanto tiempo que se ha quedado en mi memoria aquel rifirrafe sobre por el envido 7 y por esa palabra, caballerito. Los dos gallos, uno director de EL DÍA y el otro director de facto de La Tarde, estuvieron peleados un tiempo; no sé quién de nosotros ayudó al acercamiento. A veces las guerras isleñas duran toda la vida, y yo soy testigo, como muchos, de esa trágica realidad que afecta a todos los mundos, y que tiene su desgraciada incidencia en el mundo de la cultura, donde siempre hay agoreros esperando que al prójimo le vaya fatal.

Lo cierto es que no sé cómo se arregló aquella pelea, aunque dejó de existir porque en el periodismo de entonces unos y otros se necesitaban para seguir combatiendo en un territorio muy chiquito donde las mezquindades solían durar menos. Yo recuerdo cuando se pelearon (¡se pelearon!) Eduardo Westerdahl y Domingo Pérez Minik, hasta que unos días después ninguno de los dos consideró adecuado seguir con la riña, ¡si se iban a encontrar en el bar Sotomayor! ¡Y como no iban a ir a la tertulia, qué iban a hacer a partir de las siete de la tarde!

Así que las riñas duraban poco. Ahora, me parece, duran más, porque la gente ya no sale a las siete de tertulia y ya nadie se encuentra con nadie, o al menos con nadie que no se conozca. Ahora no van a las exposiciones de otros, a las presentaciones donde están otros indeseables, a los coloquios que no protagonizan los amigos o aquellos a los que debemos favores? Así es la vida, así se está haciendo?

Pero en aquel entonces las esquinas estaban más cerca, y en una de esas se reencontraron Salcedo y Alfonso. Los dos eran muy buenos periodistas; Alfonso era un tribuno, abrazó la política, la ejerció poco antes de su muerte; era un hombre que venía del socialismo, y al socialismo se dedicó en ese periodo final; era tan divertido que era capaz de actuar por su cuenta en los cabarets, bebía con exceso cuando tocaba, pero con alegría, y era muy generoso con su tiempo para dárselo a los jóvenes. Salcedo era más adusto; venía del seminario, dejó los hábitos para dedicarse al periodismo y a la vida; bebía bastante más de lo que le aconsejaban los días y las noches, y no quería, no quiso, que esa seriedad que lo adornaba le dejara nunca mientras estaba en la Redacción. Los dos mantuvieron vivo el oficio en periódicos muy distintos, en épocas muy difíciles.

De los dos aprendí muchísimo. Esa gratitud común me hizo lamentar grandemente aquella esgrima que nació con el envido 7; y cuando se reconciliaron me alegré como ahora me alegro cuando adversarios se vuelven a saludar. Pero no es común, no es común que ahora eso ocurra. Cuánto lo lamento.