Cuando se organizaron protestas a la puerta de las casas de los políticos -eso que se dio en llamar escraches-, me recordó a los alemanes que organizaban sus correrías frente a un negocio propiedad de un comerciante judío. Pero no, estaba equivocado. Mucha gente progresista, joven y de izquierdas, como Ada Colau, me convencieron con un discurso en el que señalaban que el derecho a manifestarse no podía nunca ser ofensivo. Y que si el marido, la mujer, los padres o los hijos del político al que se le hacía la protesta se acojonaban o lo que fuera... pues, en fin, que serían víctimas colaterales e involuntarias de una buena acción.

Cuando sitiaron el Congreso en Madrid me pareció un escrache a lo grande, a la democracia misma. Pero, al fin y al cabo, el Congreso es la cámara que representa al pueblo y que parte del pueblo lo rodee venía a tener cierta gracia. Pero cuando cercaron el Parlamento de Cataluña en el año 2011, amenazando, zarandeando y acojonando a los diputados, me pareció que se habían pasado un par de pueblos. Pero de nuevo hablaron los orgullosos heraldos de la libertad, los enterradores del corrupto régimen de convivencia de 1978, para decir que era una manifestación de la democracia, aunque Artur Mas hubiera tenido que salir en polvorosa en helicóptero y Nuria de Gispert fuera defendida por los mismos mossos de esquadra que hoy quieren manejar contra la oposición.

Había aprendido, entonces, que ninguna manifestación puede ser antidemocrática. Pero resulta que unos doscientos fachas cercan un acto de Podemos en Zaragoza, con sus banderas con aguilucho y sus gritos. Y entonces sale una portavoz del partido y dice que se trata de un acto antidemocrático y un asedio. Y que Pablo Iglesias tuvo que echar mano del tráfico de influencias y llamar a Rajoy para que tomara medidas y en media hora se disolviese el cerco fascista.

Queda aparentemente claro que si los que acosan, gritan, rodean y amenazan son progresistas o independentistas es un acto democrático. Pero si son fachas es una manifestación ilegal que pone en peligro la democracia. Esa es la inquietante lectura unidireccional de quienes aplican la ley del embudo. Comparten un gravísimo problema de miopía con la ultraderecha europea y el populismo radical de izquierdas: todos se creen en posesión de la verdad y desprecian al adversario. El momento cumbre de ese relativismo ético es la entrevista en la que Jordi Evole demuele al presidente Puigdemont recordándole que hace sólo tres años votó en el Parlamento contra un referéndum de autodeterminación en el Kurdistán. El líder del secesionismo catalán puso cara de póker y contestó lacónico: "Pudiera ser".

Pudiera ser. Ahí se yergue toda la comprensión del problema de este país de países. Amnesia selectiva. Argumentos a conveniencia. El cáncer que padece España se llama intolerancia y no tiene cura. El tejido social está carcomido por sectarismos irredentos incapaces de entenderse salvo con ellos mismos. Y a veces, ni eso.