Pablo Iglesias, autor de brillantes análisis como politólogo, también ha sido capaz de incorporar a la historia de Podemos un malabarismo ideológico basado en que cualquier cosa que se pueda explicar se puede hacer, aunque sea incoherente con lo que hemos dicho o hecho anteriormente. Porque cuando se quiere asaltar el cielo no se puede llevar peso en los bolsillos.

Aquel movimiento democrático, de abajo arriba, de ciudadanos de todas las ideologías, cansados, defraudados e indignados con los partidos políticos tradicionales, ha terminado transitando al más rancio modelo centralista de los viejos partidos, con una cúpula que degüella sin piedad a los disidentes, que retira de la primera fila a los que no comulgan con el líder y que cambia los estatutos para darse tal poder, saltándose la voluntad de las asambleas y de sus propios órganos internos de garantías. Aquel líder que dedicaba sus más ácidos comentarios a los melancólicos y fracasados dirigentes de Izquierda Unida no tuvo el menor problema -ni ético ni sintáctico- para firmar con ellos un acuerdo electoral cuando le hicieron falta sus votos para disfrazar eficazmente la caída de los apoyos electorales de Podemos. Ahora, Iglesias ha vuelto a sacar de paseo un discurso que hace funambulismo en el delgadísimo hilo que separa la utilidad política de la indecencia. "Estoy preocupado porque el PP está alentando una situación que nos puede llevar a una desgracia". ¿Qué desgracia teme? ¿La secesión de Cataluña? ¿La ruptura del Estado español, disuelto en varias nuevas naciones independientes?

No. Iglesias teme otras desgracias. Sugiere que la presencia de las fuerzas de seguridad del Estado en Cataluña y el intento de evitar el referéndum ilegal podrían desembocar en enfrentamientos que pueden causar víctimas. El líder de Podemos afirma que prefiere ver el primero de octubre un escenario de personas votando que otro de cañones de agua, gases lacrimógenos y porrazos.

Hacer responsable al Gobierno por defender las leyes que han sido aprobadas por las Cortes es una anomalía democrática profunda. Ni siquiera el legítimo deseo de desgastar al Partido Popular lo justifica. Iglesias, esclavo de sus alianzas políticas con los independentismos, ha unido su destino al de las fuerzas que quieren romper el Estado. Y romper no es transformar. Si algún día nacieran las repúblicas independientes de Cataluña, País Vasco, Andalucía, Galicia o Canarias, no se de qué puñetero país de saldo iba a ser presidente el futuro presidente de España.

Si se produce alguna violencia el primero de octubre -y pudiera ocurrir- será porque se ha convocado a la militancia de los partidos independentistas a ocupar las calles y a defender una consulta considerada ilegal. Han preferido la batalla callejera a la política. Han optado por la ruptura traumática del Estado a la posibilidad de forzar una reforma constitucional desde dentro de la democracia, un trabajo democrático mucho más tedioso. Ese es el juego al que juegan los que Pablo Iglesias defiende hoy, al filo de un precipicio que puede no tener fondo.