Manuel Vázquez Montalbán fue un hombre inagotable, hasta que se le paró el corazón. Ese suceso, una tremenda tragedia para el periodismo español, ocurrió en Bangkok, mientras cambiaba de avión, el 18 de octubre de 2003. Fue un maestro del que me acuerdo todos los días de mi vida, como me acuerdo de las buenas personas.

En la vida hay que tener recursos así, las buenas personas que vienen a nuestra mente y a nuestra memoria, y a nuestra escritura, cuando no está claro el panorama y casi todo parece oscuro como la tumba en la que yace ya para siempre todo lo que ocurrió en los mejores tiempos.

Ya no hay mejores tiempos: los mejores tiempos los tienen ahora los niños. Ojalá que ahora esos niños que ahora crecen a la luz de estos otoños para ser, con suerte, el verano siguiente, tengan la paz que nosotros creímos haber alcanzado cuando ya se acabó la época en la que Vázquez Montalbán, por ejemplo, sufrió persecución y cárcel por ser comunista.

¿Qué estaría pensando, qué estaría escribiendo, qué estaría diciendo ahora Manuel Vázquez Montalbán? ¿Qué diría sobre lo que sucede en su tierra, Cataluña, qué diría de lo que acaba de ocurrir en Alemania, donde el brazo en alto vuelve a estar permitido, qué diría de Trump, el peor de los usuarios de la bestia contemporánea, el Twitter? Ya no dirá nada de todo eso, pero su poesía está ahí, y está su periodismo. Cada vez que escribo me encomiendo a él; nunca llegaré a su estatura profesional, nunca, pero fue mi maestro, y en estos tiempos tan poco venturosos en su tierra, en la tierra en general, y en nuestras vidas, su ejemplo profesional me ayuda y me estimula.

Cuando iba a escribir este trozo de memoria semanal que EL DÍA tiene la generosidad de publicarme sentí el pulso con el que Manuel Vázquez Montalbán ejercía el periodismo: pasara lo que pasara, tronara o se inundara la vida de problemas y otras malandanzas, siempre estaba disponible. Para interpretar los desastres, por ejemplo, o para sacar de ellos las conclusiones que les sirvieran a otros para mejorar su relación con el conocimiento de las cosas de la vida. Podía callar, decir no, hoy no me encuentro con ganas; pero se sobreponía y escribía. Su compromiso como periodista era con el periódico, con la página, con la letra. Y nunca en su vida hubo un día sin página.

Fue un maestro ya en aquellos tiempos de EL DÍA, cuando yo era el único lector isleño, o casi, de la prensa catalana, de TeleXprés y de otros medios, deportivos o generales, en cuyas páginas escribía el maestro. Él combinaba la metáfora con los datos, se ocupaba a la vez de la política internacional y de la estética del mobiliario, del fútbol o de la poesía; escribía libros y reportajes, y jamás fallaba a una cita, y nunca le negaba un prólogo a nadie, ni decía no a una presentación o a una feria de libros, jamás negó una dedicatoria o una entrevista. La última cita con sus lectores era la del lunes después de su muerte. Fatalmente no pudo acudir, y me cupo el triste honor de sustituir su firma en la página en la que El País daba cada lunes su luminosa contribución. Como era un encargo tan difícil de solventar, opté por hacer 35 líneas en las que todas las palabras fueran versos suyos, obtenidos de una de las antologías de sus poemas, hechas en gran parte por él mismo.

Su muerte fue para nosotros, los periodistas, y para nosotros sus lectores, un suceso mayor de nuestras vidas, pues cegó la carrera de alguien al que leíamos no para pensar a favor o en contra, sino para saber pensar. En mi caso particular, además, fue un instructor práctico de cómo hay que abordar el oficio: nunca has de rechazar un encargo, ni has de decir nunca que no sabes cómo abordar lo que te piden. Un periodista está siempre de guardia, él lo estaba en Bangkok en el último instante de su vida. Y no sólo ha de estar de guardia un periodista: un periodista no dice no. Él no alardeaba de esas cosas, ni en público ni en privado; él se comportaba así y ya está. Era sencillo y humilde, así nació; era elegante y veloz, muy veloz, y eso no lo convertía jamás en banal, aunque escribiera del cuplé o de un partido de fútbol.

Era, también, una de las personas más serias que he conocido en mi vida. Aunque escribió numerosas columnas de humor, tanto en Triunfo, donde fue habitual, como en Por favor, que fundó, como en El País, donde desarrolló la última parte de su vida activa, Manuel Vázquez Montalbán reía a duras penas; para disimular aún más la posibilidad de la risa, se dejó un bigote de intelectual del siglo XIX, y gracias a ese aditamento salvaba siempre la imperiosa presencia del hombre que se reía y que estaba serio a la vez, de modo que siempre parecía un policía en un interrogatorio: impertérrito, reacio a dejar que los demás adivinaran sus afectos o sus desafectos, sus alegrías o sus miserias.

En mis tiempos de EL DÍA lo leía con fruición, y como todos los jóvenes de entonces lo imitaba. De él aprendí a escribir de todo; y aunque eso no se aprende, traté de añadir a esa versatilidad un elemento más que tenían sus reportajes o sus artículos: buscaba siempre la otra cara de los hechos y la otra cara de la luna. Cuando los jóvenes de hoy me preguntan cómo deben abordar el periodismo digo siempre su nombre. Ahora que no sé qué pensar, qué decir, qué aventurar sobre lo que va a pasar mañana y pasado mañana y tantos días después en Cataluña (y en España) echo más de menos más que nunca a este maestro que hallaba metáforas hasta en los tiempos oscuros.