Esta es la España de las pasiones desatadas. La del esperpento. El Govern catalán sacó a la calle a miles de personas, el pasado domingo, para un ''selfie'' internacional de desafio a España. Al término de la jornada lamentaban algunos, con cara de tragedia, las cargas policiales y la violencia de los cuerpos de seguridad del Estado. La causa de la independencia manejaba el saldo de más de ochocientos heridos ante la prensa internacional como quien siente estupor por lo imprevisto. Pero no es así. Los antidisturbios dieron la misma estopa que hemos vistos en mil manifestaciones que se salieron de madre. Y era previsible que el domingo pasara lo mismo. Pero era otra historia. Era una cosa épica de un pueblo que luchaba por su libertad. No era una votación ilegal, era democracia. No era un pulso al Estado, era el ejercicio de la libertad. O sea.

La izquierda radical española y los independentismos de toda ideología se han echado al monte, que es la calle. Quieren diálogo, pero sólo como paso previo a la independencia. Primero hablamos y luego a follar. Y que el último apague la luz. Eso demuestra grandeza. Pablo Iglesias carece de ambiciones políticas, pese a lo que dicen sus detractores: no sueña con ser presidente de España sino de Alcorcón, que sería el último territorio en proclamarse república independiente.

El problema es que en este país no cabe un tonto más. Los Estados se mantienen por la fuerza y la coacción. Por eso pagamos los impuestos y respetamos las leyes. Pensar que las sociedades se mantienen unidas por el espíritu del "flower power" es de un infantilismo patológico. Si el Gobierno español permite la ruptura de Cataluña detrás vendrán los desgarros de un incalculable número de territorios por razones de historia, de lengua o de que sencillamente les dé la puñetera gana.

Tan normal es que los independentistas quieran romper España como que ésta se defienda con todas sus fuerzas para evitarlo. Tan normal, pero menos legal. La izquierda se puede hartar de poner a parir al triste de Rajoy, por salir con su verbo espartano y confuso, pero en realidad el presidente está haciendo el trabajo del rey, que es el verdadero jefe del Estado. Y que está ahí detrás, calladito, en la trastienda, cepillando su uniforme de capitán general de todos los ejércitos. Es el último cartucho para cuando ya nada tenga remedio.

El espectáculo, por supuesto, no ha terminado. Los independentistas ya no pueden detener el tren descarrilado de sus sueños. Ahora vendrá una nueva vuelta de tuerca para desgastar al Estado: mediación internacional, huelga "de país" o declaración unilateral de independencia. Hay gente que pide diálogo. ¿Están pidiendo una negociación de país a país -tócate los bemoles- o un café entre Rajoy y Puigdemont para que ellos decidan el futuro de España? El único diálogo posible es en el Congreso de los Diputados. Tal vez se nos ha olvidado, con democrática amnesia, que es allí donde están los representantes de la soberanía. Lo demás es otra cosa.