César Manrique era un volcán, eso ya se sabe; y era, además, un pez, un barco, una lancha, un pájaro retinto, una paloma de paz, un guerrero, una cabra loca corriendo por Famara. Y era un avión, una pista de despegue, un desierto y el sonido de los motores de un transatlántico. Era, también, y sobre todo, un amigo, alguien que te recibía siempre como la gente recibe en los aeropuertos: con ganas de abrazar al que llega, con la hospitalidad de las palabras y, tantas veces, con la hospitalidad de la casa y de las playas que cuando él las pisaba ya eran las palabras de César, pues él tenía una innata facultad para transformarlo todo y hacerlo a la manera de César.

A mi me recibió, como a tantísima gente, en la puerta de entrada del aeropuerto de Lanzarote. Hacía de todo y todo el rato, y siempre tenía tiempo de estar allí, adonde llegaban sus amigos. Para él era importantísimo que no se detuviera el flujo de pasajeros a la isla que él contribuyó a refundar, con su amigo Pepín Ramírez, ambos sentados junto a uno de los tesoros volcánicos de Lanzarote.

Él hizo que ese fuera de los aeropuertos más transitados de las Islas y del mundo; lo decoró con mimo, lo convirtió en una de las atracciones del arte que confirió a Lanzarote. Llegar al aeropuerto era ya entrar en una estética determinada por su mano y por su imaginación nacida en el mar y en los volcanes. Era un hombre formidable, tan generoso que a veces se olvidaba de que el tiempo tenía sus horas contadas y de que el trabajo no podía ser la única ocasión de encuentro con la vida.

Daba gusto escucharle hablar de Lanzarote; en él, la palabra Lanzarote era como la palabra futuro, siempre pendiente, siempre bella pero necesitada de cuidados. Cuando ya Lanzarote explotó en el mundo como destino turístico y no sólo como piedra angular del arte de los volcanes y de la brisa de fuego que César supo pintar, el arquitecto vocacional, el urbanista paciente que él fue, se opuso a la masificación, a las carreteras, a los innumerables coches, a las heridas que el paisaje fue recibiendo como dentelladas del ultracapitalismo turístico.

Cuando ya esa herencia que le fue dejando a la Isla se transformó en el Lanzarote que quiso, sobrevino, hace veinticinco años, el accidente que le costó la muerte a él y la amenaza de muerte a las Islas. Sin la visión de César, sin su magnífica mano para dibujar Lanzarote y para conducir a las Islas a un destino más respetuoso con el medio ambiente, el Archipiélago no iba a ser mejor, y no lo es. La ausencia de César Manrique ha sido suplida, con enorme dedicación, por la fundación que él creó y que ahora preside su ahijado Pepe Juan Ramírez, hijo del legendario Pepín, y dirige el poeta y crítico de arte Fernando Gómez Aguilera. Ellos prolongan la exigencia estética, cultural, de Manrique, y ellos habrán recibido con el mismo desconsuelo que muchos isleños esa bárbara noticia de que Aena y las autoridades que llevan a cabo la nomenclatura de los aeropuertos se han negado a que Guacimeta, por donde llegan los aviones a Lanzarote, se llame César Manrique.

A Manrique le debe Lanzarote muchísimo, casi todo, y entre otras cosas le debe que venga tanta gente a contemplar su belleza, a planificar aquí negocios nuevos, a encontrarse con lo que él hizo y dejó para el disfrute isleño y mundial en cada uno de los rincones de la Isla. Y le debe, por tanto, la vitalidad del aeropuerto.

Que me perdonen las autoridades, si es que las autoridades saben perdonar; pero yo siempre llamaré al aeropuerto de Guacimeta Aeropuerto César Manrique. No tiene mejor nombre, nunca tendrá un nombre mejor que el del artista que recreó Lanzarote para el mundo.