La cumbre del G20, celebrada este año en Hamburgo, se transformó en una batalla campal entre manifestantes y policías. Coches quemados, escaparates rotos y aceras levantadas dieron testimonio de la dureza del combate urbano que acabó con cientos de detenidos. En los disturbios que siguieron a una celebración deportiva, en el año 2009, en Barcelona, los Mossos tuvieron que realizar varias cargas y actuar con contundencia contra miles de personas: una de ellas, el joven Oscar Alpuente, perdió un ojo a causa de una pelota de goma.

Más tarde, en 2011, los Mossos tuvieron que proteger a los diputados catalanes, hostigados por masas enardecidas que les zarandearon y rociaron con sprays al intentar entrar en el Parlamento. Solo en el desalojo de la plaza de Cataluña ese mismo año hubo más de 120 heridos, algunos de ellos de gravedad. Un mando de los Mossos lo explicaba así de claro: la Policía tiene que ejercer la violencia porque "si les damos rosas no se van a ir (...) resistirse no es pacífico". ¡Y tanto que no! Que se lo digan a Esther Quintana que en 2012, en las manifestaciones convocadas por una huelga general, perdió un ojo a causa de otra pelota de goma disparada por esos mismos Mossos que dieron una "puñalada trapera" al Estado con su huelga de celo.

La lectura escandalizada de los incidentes del 1-O en Cataluña ignora conscientemente que las fuerzas de la seguridad del Estado son precisamente eso: fuerzas. Y que lanzar a los ciudadanos a las calles en una especie de sublevación acaba siempre en desórdenes y represión. Y en riesgo para todos. La efervescencia mediática contra la Policía Nacional y Guardia Civil -a la que se apuntó sorprendentemente el delegado del Gobierno en Cataluña- pasó de puntillas sobre los antecedentes de la violencia ejercida por los Mossos. Por puro patriotismo. Debe ser que dejar tuertos a dos ciudadanos es cosa leve si la pelota de goma es catalana.

Cuando los secesionistas catalanes pusieron en marcha su plan de desobediencia y rebelión callejera sabían a lo que se expone a la gente que sacan al combate. De hecho, la bronca callejera buscaba exactamente lo que ocurrió. Fotos y vídeos de la Policía reprimiendo violentamente a pacíficos votantes. Fue una jornada sin rigor democrático pero con valor mediático. Y se trataba de reclamar la atención internacional. "Mirad lo que está pasando aquí. Un buen pueblo tranquilo que quiere la libertad y un estado represor que lo impide". Fabricar un poco más el mito romántico de un pueblo encaminado a conseguir su libertad.

Los independentistas no tienen hoy la fuerza política para independizarse. No cuentan con los apoyos mayoritarios para cambiar el modelo de Estado. Así que cogieron la calle de en medio. Esta en la que estamos: desgarrar la sociedad catalana y ofrecer un espectáculo mundial de enfrentamiento, en la esperanza de convertir su lucha en una bola de nieve mediática y social.

La minoría independentista en el Parlamento de Cataluña sacó adelante, con menos votos de los que se requieren para elegir al director de la radiotelevisión pública catalana, un paquete de leyes rupturistas que se cargan la misma Constitución por la que existe Cataluña y su parlamento.

Lo que va a ocurrir esta próxima semana es más de lo mismo. El Parlamento catalán (si no les ilumina el sentido común) dará el paso definitivo: declarará la independencia de Cataluña con 72 votos de 135. Proclamarán la independencia con el supuesto apoyo de poco más de dos millones de votos obtenidos en una consulta ilegal, sin garantías, sin control y donde está probado que los ciudadanos podían votar tantas veces como les diera la gana. Nada de todo eso importa. Los secesionistas pretenden imponer su fuerza política aún sabiendo -o precisamente sabiéndolo- que el Estado tendrá que imponerse aplicando la fuerza legal. Esa es toda la historia.

Puigdemont se asomará al balcón de la solemne declaración de independencia con todos los diputados detrás, para intentar diluir el vértigo judicial de las responsabilidades del delito. Pero eso vendrá después. Cuando empiecen los juicios y las condenas. Cuando "los mártires" de la sublevación de 2017 vayan entrando en las prisiones españolas. Lo primero es que el Gobierno central tendrá que aplicar la Ley de Seguridad Nacional o la suspensión de la autonomía a través del 155. ¿Dialogar? Lo ha dicho bien Alfonso Guerra: con los golpistas no se dialoga. Dentro de la ley cabe un elefante, fuera de la ley ni una aguja. Quienes piensen que a estas alturas del desafío es posible abrir un diálogo es que no se han fijado en cómo está el patio.

Los errores que haya cometido el Gobierno central con el tema catalán ya no importan. Importa que todo el mundo se ponga del lado de la Constitución y en defensa del Estado y la democracia. La batalla política y jurídica está clara. Pero la calle es otra cosa. Ya se ha escapado del control de los mismos que iniciaron las protestas. ¿Qué costo tendrá restablecer el orden? Esa una pregunta difícil de responder. Pero me temo que va a ser muy caro.