Fui detenido el 30 de abril de 1974 (vivía Franco) al salir de casa por la mañana. Hasta la madrugada del primero de mayo no fui interrogado, en la tercera planta de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, donde constaté que habían registrado mi casa. (También conocí el cuartel de la Guardia Civil). En ningún momento vi necesidad alguna de dialogar ni lo eché en falta. Estaba todo demasiado claro. La vida en ocasiones se presenta con toda su verdad.

Hay muchas situaciones personales, y no digamos en la historia de los pueblos, en que ha resultado estúpido pretender dialogar. O, con atroz regularidad, suicida por claudicante.

El diálogo por el diálogo se presenta como una suerte de infalibilidad, cuando es un significante abierto a cualquier contenido y condiciones. En realidad, el diálogo no es nada. La policía dialogó conmigo aunque yo no quería. En cambio, la Guardia Civil (Franco mediante) utilizó básicamente el diálogo corporal, como en el ballet. Es que siempre hay diálogo. En democracia es su esencia, y hasta agota.

La psique humana, el inconsciente colectivo, conserva la estructura de nuestro pensamiento mágico, que nos precede y nos ha venido reconfortando haciéndonos confiar en potencias, invocaciones litúrgicas, deseos omnipotentes, amuletos. Se trataba entonces como ahora de conjurar la incertidumbre y el miedo. El diálogo-talismán es al que ahora atribuimos esas virtualidades que la posmodernidad con su carga de irracionalismo y apremios adolescentes para el cumplimiento de los deseos ha disparado. Es el deseo más elemental, irracional y temeroso.

No son precisamente la historia, la antropología y el psicoanálisis los que nos descubren la infalibilidad del diálogo. Como tampoco de la oración o rogativas.

Habermas, con su acción comunicativa, concede preeminencia ética y discursiva a la razón dialógica y el consenso intersubjetivo como fuente de legitimación. No al diálogo, basado en el buen rollo superador de esa averiguación posmoderna de que todo se reduce a malentendidos. Como nos discerniría nuestro "coach" personal.

Habermas, Apel o John Rawls, con su teoría de la justicia, parten de una comunidad ideal de hablantes que solo pueden reunir una serie de condiciones y reglas. Se han de respetar unos requisitos mínimos de salida, de igualdad y reciprocidad.

Es imprescindible suprimir desigualdad y fuerza entre los participantes o hablantes. Para Habermas, la única coacción tolerable es la del mejor argumento. No basta el diálogo, sino el acuerdo racional alcanzado desde una situación previa de plena igualdad, ante la ley como mínimo. Parlem!: Parlament? Tribunals? O policía como yo.