España es un estado fracasado. Lo es desde el momento en que ha creado una sociedad desigualmente dotada de servicios. Desde que renunció a la idea de tirar de los territorios menos favorecidos. Desde que la corte de los burócratas se acantonó en un centralismo puramente salarial, enajenándose de la necesidad de hacer creer a todos en un proyecto común. Es triste que la mayor épica de este país hayan sido los triunfos de la selección de fútbol.

Resulta desolador ver a tanto pajarraco oportunista picotear sobre el cadáver de la convivencia. No aprendemos. La compulsión emocional ha sido el detonante de todas las tragedias que hemos vivido en esta cadavérica España. El análisis forense de los grandes asuntos que conmueven nuestra sociedad es que sólo sirven de combustible para la política convertida en una vasta empresa de demoliciones.

La enfermedad que nos ha llevado a donde estamos tiene una difícil cura. La política es un ejercicio de niños que hacen castillos en la arena. El proceso independentista de Cataluña, con su declaración surrealista, es un lastre en nuestra economía y una incertidumbre social. Es un desafío al régimen moribundo del 78 del que nació la propia autonomía catalana. Los poderes del Estado actuarán en defensa propia y con dureza. Y la brecha será de tal magnitud que se convertirá en un abismo. Para salir del atolladero hará falta justamente lo que escasea: grandeza personal, capacidad de sacrificio y responsabilidad política.

La gangrena nacional sólo se puede curar amputando las partes podridas. Políticos incapaces que no han estado a la altura y partidos irresponsables que han sacrificado la convivencia ante el becerro de oro de sus intereses electorales. Hace falta una tempestad que limpie la atmósfera y nos deje ante un nuevo paisaje. Mejores son las ruinas que el desierto.

Ese postureo exquisito, esos discursos rimbombantes, esa demagogia de la izquierda radical, ese circo de cinco pistas, sólo se puede terminar con una convocatoria de elecciones en toda España. Los ciudadanos tienen que ser llamados a las urnas para reforzar la democracia con una dosis de sentido común. Y para que todos los actores de este enjuague reciban los apoyos que ha merecido su comportamiento. El nuevo Parlamento que surja de esa convocatoria es el único carpintero legítimo para trabajar en la reforma de esta casa común, plagada de goteras, grietas y problemas de cimentación.

Es bastante posible que el modelo de Estado autonómico que padece este país necesite de una profunda revisión. Estar en tierra de nadie nunca es bueno. Es posible hacer una estructura aún más federal que funcione a gusto de todos. Y también es posible reconstruir un Estado que garantice unos servicios universales -educación y sanidad- iguales para todos. España necesita una refundación en alguno de esos dos sentidos. Pero no por la puerta de atrás ni ante el chantaje. Elecciones. Borrón y cuenta nueva. Que algunos se vayan, que ya va siendo hora. Y que venga el futuro.