A Fernando Aramburu lo encontré este miércoles en Manhattan, en un restaurante que se llama Café Luxemburgo. Voy allí cuando vengo porque hace años, allí mismo, me llevó mi amigo Peter Mayer, editor que ahora tiene 82 años y al que encontré hace 25 años en un bar de Madrid, Viva Madrid!, en el que él me pidió que le buscara a Chavela Vargas. Luego, años después, Peter me invitó en Nueva York al Café Luxemburgo y ahora siempre voy a ese lugar como si no hubiera otro en la ciudad de los rascacielos.

Pues allí quedé con Fernando Aramburu, que está en Nueva York para hablar del libro más importante de su vida como escritor y, además, el libro más importante que se ha publicado en España en mucho tiempo. Con él he hablado de ese libro, Patria (editado por Tusquets), en una librería de Madrid, en una celebración multitudinaria en Málaga, y ahora estoy a punto de hacerlo en la Gran Manzana, en la sede del Instituto Cervantes donde ha coincidido ya con otros grandes escritores, Jesús Carrasco y Alberto Manguel.

El caso de Patria es de esos que hacen época y además hacen justicia. Se publicó y en seguida saltó de boca en boca hasta convertirse en un fenómeno social, literario y político. Como sabe ya media humanidad española y sabrá en seguida la otra media humanidad del mundo, es una obra literariamente magnífica en la que su autor, que ya había abordado el asunto en otras muy importantes obras suyas, se fija en el drama de su tierra, Euskadi. Eta fue allí el azote que todos sabemos, y los llamados años de plomo, que lo fueron, rompieron vidas, haciendas, prestigios, amistades; ese periodo de la vida del País Vasco está en Patria reflejado con un estilo que, ahora me he fijado, es el estilo personal, personalísimo, humano, de Fernando Aramburu. No extraña que Albert Camus sea su referencia.

A lo que me refiero con esa relación que establezco entre él y Camus, que él mismo acepta y prolonga, es que él se parece al estilo de su propia obra. Cuenta un drama, como en este caso, pero no se altera; no hay en su obra una voz más alta que otra, y sin embargo va recorriendo el espinazo del tremendo problema vasco con todos los detalles, incluidos los peores detalles, de modo que el lector no se pierde nada, ni lo más mínimo, de lo que pasó, pero jamás se siente sobresaltado, sino sobrecogido, por el autor. En La peste o en El extranjero de Camus, y en general en las grandes obras de arte literarias, esa es la sustancia estilística de los dramas contados.

Y así es, contando, e incluso callando, Fernando Aramburu, este hombre con el que estoy en Manhattan y al que esta tarde entrevisto en el Cervantes. Le preguntaré por ese modo de hacer su literatura, por lo que le ha quedado en el alma de aquella experiencia tan abrumadora en el País Vasco, por la situación de sus personajes contrapuestos en esa novela tan emocionante y a la vez tan dura y cautivadora, y le preguntaré por él, por su estilo de ser. En fin, qué sé yo qué le voy a preguntar.

Y es ahí adonde quería llegar en este artículo que forma parte de mis relatos sobre la experiencia que llevo detrás como lector de periódicos y, también, como periodista. He hecho, mal o regular, más o menos tres mil entrevistas, la primera a un entrenador de fútbol de regional, la última a un premio Nobel, y nunca sé qué voy a preguntar. Tomé la costumbre hace años de tomar notas, cuando son entrevistas literarias, sobre lo que he leído de los entrevistados; y cuando éstas no son literarias procuro saber de la vida de ellos, sobre todo de su infancia, en las primeras preguntas, para luego seguir preguntando. A veces les pregunto por la primera imagen de su vida, esa postal relacionada con la infancia que les viene de vez en cuando. Siempre hago quince, treinta o sesenta notas, según sea la trascendencia o el espacio dedicado a la entrevista.

Pero hay otro método que sigo, esta vez para las entrevistas públicas que no han de publicarse o aquellas que hago para la radio o la televisión. La técnica consiste en fijarme en los ojos, en las manos, en la actitud, en el momento que está viviendo el entrevistado en ese mismo momento de la conversación. Y es ahí cuando me surge la primera cuestión. Esa es la entrada. Inmediatamente después, en mi manera de hacerlo, se produce como una obligación de conversar, de proseguir el tono de la primera respuesta. Y suele funcionar.

La esencia de la técnica, a la que le doy ese nombre pretencioso sólo porque ahora no tengo otro, es escuchar al individuo que tengo delante. En el primer párrafo de lo que alguien dice en público está la esencia de su actitud; si tú no escuchas ese movimiento de su corazón él se sentirá decepcionado; si tu pregunta siguiente no tiene que ver con lo que él ha dicho inmediatamente antes, su cuerpo, incluso su cuerpo, se sentirá decepcionado; se sentirá burlado por ti, desilusionado, porque él ha hablado y tú has ido sólo a lo que te concierne de acuerdo con un cuestionario prefijado.

Por lo que vengo observando a Aramburu, él es un hombre hondo, como sin duda lo fue su maestro Albert Camus, y sus respuestas son reflexivas y cercanas a lo más profundo de su carácter y de su vida. Y Patria es muchas cosas, pero sobre todo es lo que vio, lo que se quedó en su retina de hombre justo. Lo que ha escrito es lo que hubiera escrito un notario que además fuera poeta. Porque en esa novela no hay ni un gramo de mentira. Porque, además, en Fernando Aramburu, este hombre que pasea con tenis, solo, por Manhattan, no hay ni un gramo de mentira. Ni en su risa. A ver qué me dice ahora.