Por estas fechas se cumplieron veinticinco años de las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, dos eventos que demostraron el vigor y la eficacia de la España democrática. Sin embargo, el hito fue eclipsado por los ruines episodios del sainete de la secesión catalana, trufado de mentiras y manipulaciones que operan sobre intereses espurios y sobre sentimientos, algunos honestos, otros ingenuos, todos radicales. Y, en el caso de la muestra mundial de la capital andaluza, por las secuelas de un debate perverso que los independentistas metieron en todas las esquinas del estado.

El avance y la glosa de un desencuentro sin salida -con tantas trampas y provocaciones como torpezas en sus réplicas- impidió a este pueblo -tan dado a regocijarse en las glorias dulces del tiempo perdido- evocar que, contra pronósticos exteriores y gafes internos, no sólo superó los retos organizativos, sino que también brilló en las pruebas deportivas, tanto a nivel individual como por equipos; y, en la otra frontera, enseñó una cultura milenaria rica y diversa y un patrimonio inmenso en los campos de las artes y las costumbres. Así que, contra el hastío que impone el mediocre sectarismo y su castigo legal, recurro a una estampa grata y tierna.

En aquel 92 hablé por tercera y última vez con la escritora cubana Dulce María Loynaz (1902-1997), premiada con el Cervantes ese mismo año y autora de un hermosísimo libro de viajes sobre Tenerife. Razones de salud -"y de edad, no lo olvide"- no le permitieron viajar y leer en el Paraninfo de la Universidad Complutense -la antigua de Alcalá- su discurso de orden, y en su nombre lo hizo Lisandro Otero. Me comentó que, frente al desencanto "por la contrariedad inevitable", le agradó mucho que la distinción le hubiera llegado "cuando España fue el espejo del mundo". No me dejó hablar de otro tema fuera de los acontecimientos que siguió en su vieja quinta y a través de un viejo televisor. Todas las noticias, todos los comentarios, todas las exageraciones le parecían pocas ante unas efemérides que vivió como propias, porque "nos obligan, como a los árboles, las raíces y la memoria". La visualizo como una abuela venerable y coqueta y rememoro el lema de su escrito de agradecimiento. "Los hombres y los pueblos se miden por la inmensidad que se les opone".