Una vez en el colegio, de niño, mi compañera Ana Cotter me dijo que estaba como una regadera porque la tarde anterior me vio bajar la rambla cantando a grito pelado. Aquello se me quedó grabado, y yo, que canto por cada esquina, toda vez que voy por un lugar público me hago el disimulado fruto de aquello. Los niños, sin saberlo, pueden ser crueles, y aquel día (que ni ella misma recordará) Ana lo fue conmigo. Quién me iba a decir a mí y a mis complejos que años después acabaría cantando cada fin de semana con una banda de rock and roll. Pero ayer mi nunca bien ponderada amiga Ainhoa Portero me comentó en el espacio que compartimos en esRadio que los que hablamos de vez en cuando solos no estamos locos: es más, que eso era cosa de genios. Y si bien no creo que tenga nada de genio, sí me tranquiliza no estar loco. O al menos no tanto como creía.

Por una serie de conclusiones de unos cuantos científicos que no acierto a recordar, si hablamos solos activamos muchos más motores en nuestra cabeza que únicamente pensando. Pero lejos de analizar la ciencia, asunto que dejo para otros avezados compañeros y para algún mentecato de esos que me critica cada columna, tengo que decir que hay momentos en los que con mayor frecuencia comenzamos a charlar a nuestra bola. Parece que cada uno tiene los suyos. Preguntado por los míos, son: la alegría, que me da por cantar, o las calenturas, que me dan por maldecir. Los autores del estudio cuentan que casi todos tenemos nuestro momento de hablar solo? Sí, ¿verdad?

@JC_Alberto