Para ser un mártir hay que estar hecho de una pasta especial. Es una vocación que sólo pueden tener los masoquistas, a los que les va el sufrimiento, o los héroes, que son esas personas dispuestas a matar o morir en la creencia absurda de que existe alguna causa por la que merece la pena hacer alguna de esas dos cosas.

Carles Puigdemont no parece ser ni una cosa ni la otra. Tal vez por eso, apuntado a la cabeza con el cañón calibre 155 de la Constitución, el viernes decidió pegar un volantazo al "procés". Durante algunas horas se vivió el espejismo de que estaba dispuesto a convocar elecciones para diciembre como salida al conflicto con el Estado en el que había metido a la autonomía catalana. El cambio de dirección despertó un clamor de indignación en los "escamots" del independentismo, cabreados como monos porque lo consideraban una claudicación ante el España.

El PDeCAT de hoy es Convergencia i Unió, o sea, la burguesía catalana. Los restos de un partido que timoneó la autonomía con Jordi Pujol haciendo exactamente lo mismo que la vieja Lliga Regionalista de Cambó en la segunda República: reeducando a las nuevas generaciones en el odio a España y el deseo de libertad para Cataluña. Y todo eso con el dinero que llegaba de Madrid. El que juega con fuego se mea en la cama, decían los viejos. Y CiU, en efecto, se meó. O mejor dicho, le mearon. La extrema izquierda y las plataformas "culturales" independentistas, empezaron a comerse el joven electorado que soñaba con una república. Pero no una república burguesa, sino una marxista leninista catalanista y exasperada.

Los mejores analistas del PDeCAT han advertido esa triste realidad: que el triunfo de una independencia revolucionaria les conducirá a su propia extinción. Quien está rentabilizando realmente el proceso de independencia es la izquierda radical. Una parte del partido de Puigdemont le ha dicho que provocar al Estado para que aplique el 155 será un desastre para los catalanes, que la fuga de empresas está causando un daño gravísimo, que no se ha obtenido el reconocimiento internacional y que la fragilidad del apoyo recabado el primero de octubre ni siquiera permite decir que una mayoría del pueblo catalán les apoya.

Lo que terminó de convencerles fue la explosión en la calle de todos esos jóvenes "escamots", cuidadosamente adoctrinados en el odio a España. Los hijos de las clases medias catalanas, armados con "la estelada", se han convertido en el combustible de los adversarios de la burguesía. El sueño de una república se ha convertido, en caso de éxito, en una pesadilla.

La mañana del viernes, Puigdemont pensó que se podía bajar del tigre que tenía agarrado por las orejas. Pero en cuanto soltó la primera mano (anunciando a medios internacionales que convocaría elecciones) el felino independentista le soltó una dentellada. "Traidores", le gritaban por la calle a los del PDeCAT que iban a la sede de su partido amorosamente blindada por un enorme despliegue de los Mossos de Escuadra.

Durante algunas horas, el presidente de la Generalitat soñó que podía dar una solución a la tensión convocando elecciones. Luego sus aliados le despertaron a hostias. En Madrid piensan que les estuvieron tomando el pelo con falsedades, pero en realidad no es así. Puigdemont había creído, pobrecillo, que de verdad tenía en sus manos el control del monstruo. Pero sus aliados revolucionarios quieren un choque de trenes y piensan que "cuanto peor mejor". El músculo de la calle contra el poder del Estado y a ver quién gana. Creen que es el momento, que la calle es suya y que la izquierda que representa Podemos es su aliada.

Por eso le impidieron convocar a las urnas y le impusieron el martirio. Y por eso el viernes declararon la independencia intentando diluir el delito de rebelión en el secreto del voto. El golpe contra el Estado se puso en marcha, porque la jodienda no tiene enmienda. La España invertebrada arrastra a través de los siglos sus viejas heridas sin cerrar. Lo que está ocurriendo en Cataluña es lo mismo que ya ocurrió en los años treinta. Y terminará igual.

Cataluña no será independiente. No esta vez. El Estado español se impondrá cueste lo que cueste. El Gobierno de España ha decidido el cese del ejecutivo catalán y la disolución del Parlamento. Las elecciones han sido convocadas para el 21 de diciembre. Las fuerzas de seguridad del Estado protegerán la ejecución de las medidas tomadas y se iniciarán acciones jurídicas por el delito de rebelión. Habrá tensiones, incidentes e incluso puede que violencia. Y a mayor resistencia, mayor contundencia.

La rebelión callejera perderá el pulso, porque no puede ocurrir de otra manera y el Estado se impondrá usando toda la fuerza que sea necesaria. Incluso esa que estamos pensando si alguna vez hiciera falta.

El golpe de Puigdemont acabará en fracaso. Como en el caso del doctor Frankenstein, el creador acabará siendo la principal víctima de su criatura. Pero España y Cataluña habrán perdido muchas plumas en un conflicto inútil. Y tiempo y dinero. El año que viene, la factura del monstruo la pagaremos todos.