Uno de los defectos del alma es el odio; antes de que ese nos agarre hay el peligro del resentimiento. Y de ambas enfermedades no se libra nadie. Está el virus acechando, y cuando se desarrolla el mal debes estar atento para que no te domine para siempre. Debes detectarlo, y debes hacer una gimnasia moral para que no prenda como parte de tu ser. A mi me vino bien leer, hace años, un librito de Albert Camus, El revés y el derecho. Nunca subrayé tanto un libro de todos los que leí al salir de la adolescencia, y hasta ahora jamás había recomendado tanto una lectura. Ahora aconsejo mucho también Sobre la tiranía, de Timothy Snyder, un ensayo radical contra el resentimiento público y contra la mentira.

Esa lectura, El revés y el derecho, no es una medicina: es un libro. Contiene una frase que me ha resultado decisiva para combatir aquel mal que he descrito y que fue la primera que subrayé en mi vida: "El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento". La apelación es idealista, naturalmente, pues nada se arregla diciendo lo que has logrado ser, pues uno jamás acaba de arreglar sus defectos, van con nosotros, son lo que somos también. Jean Cocteau, el primer escritor al que subrayé, tiene una frase peligrosa: "Aquello que los demás rechazan de ti, cultívalo: eso eres tú mismo". Ahora sé que uno no debe cultivar también sus defectos, aquellas actitudes tuyas que pueden herir a los otros.

Ante ambas tentaciones, el resentimiento y el engreimiento en los propios defectos o arrogancias, hay que hacer una gimnasia moral diaria, pues ese virus que dije está siempre dispuesto a picarnos, como un mosquito. Desde chico sufro esa posibilidad del resentimiento a veces como un mosquito o como un moscardón. La primera vez que recuerdo haberla padecido fue en mi barrio, cuando un muchacho estrelló mi cabeza contra la pared de una huerta; luego me han llamado enano, cambado, etcétera, por mis características físicas, o bien me han llamado pordiosero, por mi vestimenta, costumbre que tienen algunos todavía como si vestir ya no fuera la libérrima decisión de la mente y del cuerpo.

Todas esas cosas pueden quedarse en la memoria, porque resulta inevitable retenerlas. Un opinador de prensa de la otra isla tomó la costumbre hace años de hablar de los puños rotos de mis camisas, que fue una costumbre adolescente que mantuve y que luego, lo que son las cosas, se hizo trendy en el mundo de la moda. Esa burla pasó a mayores y durante años estuvo dando la matraca sobre mi aspecto (resucitó la palabra enano, como un descubrimiento) y sobre las que él suponía mis ineptitudes hasta que él mismo se cansó, o lo cansaron. Lo cierto es que su insistencia debió parecerle excesiva a él mismo hasta que un día, sentados los dos en sitios contiguos de un bar en el extranjero, me gritó de lado a lado:

-¡Tenemos que arreglar lo nuestro!

Lo nuestro era lo suyo. Y no tuve problema en arreglarlo. A lo largo de mi vida esa excitación para el resentimiento la he visto en mi, y la he procurado erradicar de mi alma, usando, entre otros fármacos morales, ese librito de Camus. Y la he visto en otros compañeros a los que me da apuro decirles que advierto en ellos ese mal, porque me gusta llevar a cabo lo que yo mismo proclamo en un librito (este sí que es un librito) que escribí contra la sinceridad. A veces dice uno cosas sinceramente que sería mejor callarlas, porque la sinceridad es de doble dirección y muchas veces no es una ayuda moral sino un insulto. Así que opto por callarme, algo muy difícil en el mundo de toma y daca que ha sido propiciado, como ruina de este tiempo, por las comunicaciones instantáneas.

Me callo, pues, y espero que esos compañeros reflexionen, y cuando no, como suele suceder, les recomiendo, como ahora mismo, El revés y el derecho, de Albert Camus, para que sepan que dañar a otros no es un deporte, ni siquiera un derecho, sino una maldad.