La semana pasada languidecía en la cama. En mi delirio llegué a acordarme de Jorge Bethencourt, cuando siendo yo casi un niño y el ya mayor me dijo por primera vez en La Gacela de Canarias que la vida era injusta. Y aquello era tan cierto como que todo lo que sube baja, todo lo que entra sale y todo lo que empieza acaba. La vida no es una noria y no por estar hoy abajo tenemos que estar mañana arriba. Ni el tiempo pone las cosas en su sitio ni para todo no hay una primera vez. Somos hijos del azar y la resultante de un buen puñado de consecuencias que nada tienen que ver con la justicia, al menos terrenal.

Y como muestra del desatino allí andaba yo en el catre un día de Halloween. Sí, el día de esa fiesta pagana importada de Estados Unidos que los cursis dicen que no deberíamos celebrar; esa que tiene todos los vicios del rock and roll que jamás habrán cantado ni bailado. Entre sudores escucho a Puigdemont incluso en varios idiomas: vaya un tipo inagotable. Espabilo un poco y me pongo a golifiar el Facebook. Allí me doy cuenta de que lejos de ver a mis amigas disfrazadas de seductores monstruos con los que pasar toda una madrugada aterradora, lo que me muestra la red son miles de fotos de sus hijos ataviados para la ocasión. Y fue entonces, solo entonces, cuando me di cuenta de que estaba casi tan mayor como el propio Jorge Bethencourt, porque como rezaba el asturiano Campoamor: "Las hijas de las madres que yo amé tanto me besan ya como se besa un santo". Y no me acostumbro.

@JC_Alberto