Una metáfora: somos árboles que necesitan de raíces hondas para crecer fuertes, dar sombra y ofrecer frutos, contribuyendo a formar el bosque maravilloso y colorido de la familia humana. Esta imagen nos aleja de individualismos y cinismos asociales, de desarraigos resentidos y pobrezas de valores; pero, además, nos aporta un enfoque dulce y fecundo con el que orientar la propia vida y la tarea social: la perspectiva familiar.

Narraba Martin Buber cómo comprendió que lo esencial es la relación, el entre, no el individuo solitario ni colectivizado. Ocurrió en la Primera Guerra Mundial, con el ser humano a la intemperie, cuando "en la angustia mortal de un refugio contra bombardeos, las miradas de dos desconocidos tropiezan unos instantes, en una reciprocidad como sorprendida y sin enganche". Intuyó, entonces, el encuentro como experiencia esencial que había pasado inadvertida para la filosofía, lo que le permitía avanzar hacia una comprensión nueva de la persona y de la comunidad: "Ahora podemos dirigirnos al individuo y reconocerlo como el hombre según sus posibilidades de relación; podemos dirigirnos a la colectividad, y reconocerla como el hombre según su plenitud de relación".

Pero ¿dónde advertir mejor todas las posibilidades de esa filosofía del entre que en la familia? Sobre todo, porque allí se aprende a ser tratado como persona única y a ser valorado con una dignidad intocable. Y esa misma confianza es la que aprendemos a dar a los otros familiares y, por extensión, a toda persona. Es el yo familiar, también bastante ignorado por la filosofía hasta muy tarde; o eso que se ha denominado el escenario antropológico paradigmático -padre, madre y recién nacido-, como ideal de referencia para la vida ética.

Escribía Javier Gomá en relación a la identidad cultural: "El corazón es comunitario, la inteligencia es cosmopolita. Las redes de afectos personales se trenzan entre los locales más próximos, mientras que el pensamiento, que es ciudadano del mundo, aspira a la universalidad y viaja por el planeta. La identidad cultural atiende primeramente a esta necesidad del corazón: propone un hogar acogedor". Sabiamente, proponía armonizar el corazón y la razón.

Asimismo, ¿qué locus más próximo que la sala de estar familiar en la que nos educamos, nos rozamos y entrelazamos con los seres queridos, y que nos sirve de trampolín para iniciar la aventura del pensamiento en su viaje cosmopolita? De nuevo, la esencial perspectiva familiar.

Y más: "Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo". ¡Cuánto impresiona la sabiduría tierna de El Principito! Tal vez sea el mayor alegato contra el individualismo aislador heredado de la modernidad: "Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol". ¿Quién puede dudar de la sinceridad del pequeño príncipe y de que nuestra libertad es vinculada, como ocurre en la familia sin disonancia alguna? Lo sabía bien Antoine de Saint Exupéry para quien solo había "un lujo verdadero: el de las relaciones humanas".

El mundo como familia, la Tierra como hogar, la vida social como tarea común -¿no habría que realzar el concepto del bien común?-: reclamo el apoyo intelectual, político, económico y fiscal a la familia, y más aliento social a la maternidad.

Escribió Juan Ramón Jiménez en 1919, "Piedra y cielo": "¡Sí, cada vez más vivo / -más profundo y más alto-, / más enredadas las raíces / y más sueltas las alas! / ¡Libertad de lo bien arraigado! / ¡Seguridad de infinito vuelo!". Sabía que sin raíces firmes no era posible la libertad: preciosa perspectiva familiar. Sin ella, ¿cómo entendernos?

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