Hoy en día sabemos que galaxias como nuestro hogar, la Vía Láctea, están en constante evolución a lo largo de su vida. Dependiendo del lugar que ocupen en el Universo -zonas más o menos pobladas- sufrirán más o menos choques con otras galaxias o fuerzas de marea que modifiquen sus propiedades. Sin embargo, no son solo estos procesos externos los que influyen en cómo evolucionan las galaxias, sino también los internos, mucho más difíciles de estudiar porque tenemos que intentar ver a través del polvo, gas y estrellas que las componen.

Los agujeros negros parecen ser uno de esos procesos o características internas que influyen mucho más de lo que se pensaba hace solo unos años en la evolución de las galaxias. Esto ocurre durante una fase en la que el agujero negro está activo y consume material de la propia galaxia para alimentarse, haciéndose cada vez más pesado. Durante esta fase se dice que la galaxia contiene un núcleo activo (o AGN por su siglas en inglés), y al efecto que esta actividad nuclear produce en la galaxia anfitriona se le conoce como retroalimentación. Estos efectos son varios: el AGN puede calentar, consumir e incluso barrer hacia fuera el gas a partir del cual se forman nuevas estrellas, lo cual impide que la galaxia anfitriona siga creciendo. De hecho, la retroalimentación del AGN es uno de los ingredientes fundamentales para poder explicar el número de galaxias masivas -mucho mayores que la Vía Láctea- que observamos con nuestros telescopios. Si esos agujeros negros activos no consumieran o afectaran de alguna manera el gas que tienen alrededor, las galaxias podrían seguir formando estrellas a un ritmo mucho mayor del que se observa, con lo cual acabarían siendo mucho mayores que las que vemos. Parece sorprendente que algo tan pequeño como un agujero negro pueda hacer cambiar de forma tan dramática la vida de una galaxia. Para hacernos una idea, los tamaños relativos de un agujero negro y una galaxia serían como una moneda comparada con el tamaño de la Tierra.

Para estudiar estos agujeros negros activos y entender hasta qué punto frenan la producción de nuevas estrellas necesitamos mirar al centro de las galaxias. El material que se encuentra en esos núcleos galácticos consiste principalmente en gas y polvo, los cuales podemos estudiar haciendo uso de observaciones en los rangos espectrales infrarrojo y rayos-X. Cuando observamos en infrarrojo es como si usásemos unas gafas de visión nocturna: con ellas podemos distinguir en la oscuridad cosas que emiten calor. En el caso de las galaxias, lo que vemos es la emisión de polvo caliente. Los rayos-X nos permiten ver a través de ese polvo y llegar aún más profundo, como si de una radiografía se tratase. Nuestro conocimiento sobre este material nuclear ha aumentado mucho en los últimos años gracias a instrumentos infrarrojos como CanariCam en el Gran Telescopio CANARIAS (GTC), del Observatorio del Roque de los Muchachos (Garafía, La Palma), y a satélites espaciales de rayos-X como NuSTAR, Swift/BAT y Suzaku.

Ahora sabemos que el material nuclear es más complejo y dinámico de lo que pensábamos hace unos años: es muy compacto, está formado por nubes de gas y polvo que rotan a grandes velocidades en torno al agujero negro central y sus propiedades dependen del brillo del AGN y del ritmo al que el agujero negro consume el material de la galaxia anfitriona. Además, sabemos que no es una estructura aislada, sino que está conectada con la galaxia a través de chorros de material saliente y entrante que forman parte de un ciclo que tiene como fin alimentar al agujero negro y regular la formación de nuevas estrellas. Sin embargo, con las observaciones de las que disponemos en la actualidad en infrarrojo y rayos-X aún no somos capaces de obtener una imagen directa de este material nuclear, ya que necesitamos telescopios más grandes que nos permitan ver con una resolución aún mejor de la ya que tenemos.

Afortunadamente, con la llegada del Atacama Large Millimeter/submillimeter Array (ALMA), situado en Chile, hemos podido obtener las primeras imágenes del material que oscurece a los núcleos activos y los conecta con su galaxia anfitriona. ALMA observa en los rangos espectrales milimétrico y sub-milimétrico, que son frecuencias muy parecidas a las que escuchamos con una radio. Estas observaciones nos permiten estudiar el gas y el polvo más frío que rodea al agujero negro. En el caso de la galaxia activa NGC 1068, una de las más cercanas a la Vía Láctea y que contiene un agujero negro de diez millones de veces la masa del Sol, ALMA ha demostrado que este material se distribuye en forma de disco muy compacto y que, además de los movimientos normales de rotación de ese disco, hay movimientos no circulares que corresponden a gas desplazándose a altas velocidades que escapan del núcleo. Durante la próxima década, una nueva generación de instrumentos y telescopios infrarrojos y rayos-X nos permitirá continuar avanzando en nuestro conocimiento de este material nuclear y cómo se conecta con su galaxia anfitriona.

Cristina Ramos Almeida es una astrofísica palmera experta en núcleos activos de galaxias. Estudió la licenciatura en Física y el doctorado en Astrofísica en la Universidad de La Laguna, tras lo cual disfrutó de una estancia postdoctoral en la Universidad de Sheffield, Reino Unido. Regresó a Tenerife con una beca postdoctoral del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y una beca Marie Curie de la Unión Europea. Hoy en día continúa su actividad investigadora en el IAC con un contrato Ramón y Cajal y es investigadora principal de uno de los grupos de investigación del centro.