Lydia Cacho, periodista mexicana de 54 años, ha vivido en peligro esta última década, desde que hurgó en la mafia que en su país y en todo el mundo secuestra niños para dedicarlos a la prostitución y al abuso sexual de todo tipo. Por eso la persiguieron importantes mandatarios de esa mafia, alentados o consentidos por gobernadores, senadores, políticos de toda laya, cuyas terminales terroristas están compinchadas con ejecutivos de la policía mexicana y de otros países. Sus libros sobre los manejos de estas tramas le costaron la persecución y la cárcel, dictaminada por los mismos a los que ella ha denunciado, merced a esa relación de privilegio con nefastas fuerzas del orden.

Ella ha contado los ánimos sucesivos con los que ha afrontado esa situación explosiva en varios libros que han acentuado la persecución sufrida, y ahora lo ha contado también en el Festival Hay de Arequipa, Perú, que se celebra estos días y en el que estoy también escuchando hablar de poesía, de literatura y de historias para niños. En ese clima tan literario, la conversación que ella sostuvo con el periodista peruano Gustavo Gorriti, también amenazado, secuestrado y torturado por mafias de su país en el pasado, sonaron como una bomba de contenido rabiosamente humano las palabras de Lydia y las consideraciones, también autobiográficas, de su entrevistador.

Todo lo que dijeron llamaba la atención, no sólo porque somos del mismo oficio y nada de lo que es periodismo nos es ajeno, sino porque, lejos de lo políticamente correcto, que se dice para alcanzar ovaciones del respetable, Lydia Cacho puso el dedo en varias llagas que se suelen pasar por alto. Una es la banalización del narcotráfico y del terrorismo subsiguiente que han emprendido grandes productoras de cine y de televisión, sobre todo en Estados Unidos. Para ella, lo que consiguen esas series sobre narcos es poner en el pedestal de la popularidad a criminales que parecen simpáticos héroes de la pantalla. No es sólo una crítica a la televisión o al cine, sino un aviso a la sociedad: esas series, o esas películas, constituyen al fin un pacto de silencio sobre el narcotráfico. Y la sociedad por esa vía ampliará sin freno la actividad supuestamente guerrillera, o revolucionaria, de sinvergüenzas que utilizan la intimidación y la sangre para atemorizar a sociedades enteras, como la mexicana de hoy día.

Pero no se quedaron ahí las advertencias de Lydia Cacho. Lloramos, como es natural, la muerte de compañeros nuestros, periodistas, en el infame campo de batalla armado por el narcotráfico. Y, como tiene que ser, condenamos como sociedad y como colectivo esos asesinatos. Pero a la vez tendríamos que advertir a los informadores que se dedican a esta información difícil que tengan muy en cuenta que con los bandidos no se pacta ni se transige; y muchas veces se tiene como natural que, en aras de conseguir información, los periodistas se aproximen, e incluso intimen, con forajidos que los van engatusando hasta que ya no les sirven, o hasta que se sienten traicionados, y entonces perpetran esos asesinatos sobre aquellos que han sentido que ya eran parte del edificio ruin que quieren derribar.

Todo lo que dijeron Cacho y Gorriti produjo escalofríos humanos y profesionales, pues en efecto el periodismo muchas veces no sabe dónde está su sitio y comete la audacia estúpida de relacionarse con los malvados para saber de sus manejos. "Cuando eres periodista", dijo Lydia Cacho al final de su charla con Gorriti, "debes tener claro en qué lugar te colocas. No podemos ser los mensajeros de los bandidos, ese no es nuestro papel".

El aviso se puede extrapolar a muchas otras áreas de nuestra actividad. Cualquiera de nosotros, y de los lectores, puede tener en la cabeza perfecta noción de la naturaleza de esos peligros sobre los que Lydia Cacho alertó en Arequipa.