A la memoria de Antonio Cañamero

Fue hace unos 25 años que un pequeño barco de turistas nos llevó a mi familia desde Corralejo, Fuerteventura, a la Isla de Lobos, surcando una mar enfurecida que parecía querernos zampar como a una cáscara de nuez a la que quería atravesar de lado a lado cubriéndola totalmente, ante la sorpresa de muchos turistas, que como yo, no entendíamos cómo aquel barquito desafiaba las corrientes del canal que separaba Corralejo de Lobos. Creo ahora que aquel excesivo susto lo fue porque llevaba a mis hijos muy pequeños, cuando era normal que así de movida fuera la travesía. Luego, ya en tierra, conocí a un personaje de leyenda, Antoñito el farero, que me tranquilizó al preguntarle por el regreso, comentándome con la socarronería propia de su sabiduría y experiencia que aquello no era comparable a los temporales que él había sufrido, que no pasaría absolutamente nada, como así fue, solo que para mis adentros prometí que a mis hijos pequeños no los volvería a meter en aquella aventura.

Siempre me quedé con la magua de volver con más tiempo a aquella islita que tanto me encantó, hasta que en agosto de 2016, con mis amigos Carmelo y Gonzalo, aparecimos por sorpresa en la casita a pie de playa en Corralejo, donde Antonio Cañamero celebraba su cumpleaños, desde la que contemplé justo en frente la silueta de la Isla de Lobos. Antonio, le dije, señalándola, "me gustaría ir". "Eso está hecho", contestó. "¿Qué tal la mar?", le pregunté. "En el barco Celia Cruz de mi amigo Gregorio no hay problema". Y así fue, con tan buena fortuna que conocí a un hijo de Antoñito el farero, Marcial, que se ofreció a acompañarme si algún día quería volver. Lo cogí por la palabra porque acababa de llegar de un pateo por el saladar de Las Lagunitas que me resultó sorprendente por el relax que me produjo.

Hace unos meses, Antonio Cañamero, coronel de la Guardia Civil y sobre todo amigo, nos dejó. Él había llegado a Fuerteventura hace mucho tiempo, destinado como joven y flamante teniente de la Guardia Civil, y no pudo resistirse a los encantos de una joven y guapísima majorera, Marga, con la que ha hecho una gran familia. Mi amistad con Antonio viene de nuestras conversaciones para que me contara cómo era la vida de un guardia civil raso en una casa cuartel de la Guardia Civil de Gran Tarajal, Fuerteventura, como fue el caso de mi padre en una época de mucha pobreza, a principio de los años 50. "Muy dura, tanto que los guardias y sus familias compartían hasta el wáter".

Pues bien, gracias a Marga y a la hospitalidad de Mario, hace poco pasé unos días en la isla de Lobos, que recorrí de punta a punta y de rincón en rincón, admirando su historia, su faro del siglo XIX, las costumbres de sus pocos habitantes, su fauna, su sorprendente flora, como la endémica siempreviva, sus salinas, hornos de cal, saladares, el canto de las gaviotas y el nocturno lamento de las pardelas, un asentamiento romano de extracción de púrpura, y hasta la leyenda real de los lobos marinos que la visitaban hace siglos, de ahí su nombre. ¿Lobos marinos? Pues sí, el islote los acogía habitualmente para, ávidos de placer, retozar en los blancos arenales de la playa de la Concha, hoy de La Calera por la proximidad de un horno de cal que funcionó eficazmente para disponer de la cal necesaria para la construcción de sus escasas y diminutas edificaciones.

A los navegantes que surcaban el Atlántico a finales de la Baja Edad Media nos les pasó desapercibidos los lobos marinos, de cuya piel para fabricar calzado se apropió el conquistador Gadifer de La Salle durante su estancia en 1402, según crónicas de la conquista, siendo muy cotizada su grasa por los piratas. Según Viera y Clavijo, "la voz de los grandes era como el ladrido de un perro y la de los cachorros como el maullido de un gato". Quién sabe si con el tiempo se cumple el viejo sueño de que regresen a la isla a la que dieron nombre.

*Doctor en Medicina y Cirugía

@JVGBethencourt

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