No parece que haya tanta diferencia de fondo entre un sentimiento, cierto que parcial, catalán y otro del resto de España. El artículo 155 ha levantado ampollas durante meses; dos políticos dotados de gran perspectiva histórica, Felipe González y Alfonso Guerra, tuvieron que irrumpir en el teatro de operaciones tranquilizando a la sociedad de que su aplicación no necesariamente hubiera de comportar desastres irreparables, guerras, sabotajes, emboscadas sangrientas; pocas veces la ciudadanía ha asistido tan consternada, atribulada y hundida a una eventual decisión política. O así lo hacían ver todas las tribunas concertadas (medios y políticos) para alertar de la tragedia que supondría. Los hechos en las calles catalanas eran dignos de países hambrientos sojuzgados por vesánicas tiranías. Cosas inverosímiles en nuestro entorno político. Los independentistas catalanes encontraron en el Madrid político y mediático un firme aliado: ¡no al 155: el Leviatán! No estaban conformes con el golpe de Estado catalán pero tampoco con el 155. Una ecuación irresoluble, de satinada pureza y santa equidistancia. Los separatistas iban elevando sus embates fascistas. Y Madrid hasta el último momento volvió a resistir hasta el final: ¡no pasará (el 155)! Lo más meritorio es que nadie se tomaba la molestia de explicar y prever desarrollos y efectos lógicos, el alcance objetivo del artículo. Está probado que la racionalidad y el análisis son totalmente innecesarios, prima el sabor meloso del significante rezumando sentimentalismo.
Por eso, Felipe y Guerra urdieron unos razonamientos fuertes (pre-posmodernos), persuadiéndonos de que el 155 no constituía una acción militar punitiva, sino una norma totalmente legal se mirase como se mirase, y además anclada en la Constitución. Incluso llegaron a decir que la Constitución era un todo. Lo que no disipaba prevenciones y el febril rechazo a su aplicación. Era la primera vez que la no aplicación de la ley (esquivarla) era realmente un gran principio de derecho, de civilización, algo previo y sagrado. Las garantías legales dejaban de sustentarse en la ley, sino, emancipadas, en una ontología voladiza. Las últimas hornadas intituladas progresistas, seamos claros, hacen ejemplarizante España, un faro de comprensión y ufano libertarismo. ¡Muchísimo cuidado con la ley! Finalmente, Madrid capituló como en el 39 y se aplicó el 155 con cuidados paliativos. La hemorragia se detuvo, pero no la fiebre ni el dolor. Los desvelos y recelos "progresistas" se centran ahora en hacer del 155 un suspiro. Toda su política recae en una imagen de almibarada amabilidad. Cuando el 155 instauró todo en Cataluña: razón, ley democrática, normalidad. ¡Tanto rollo ñoño?!