Cuando hacíamos La Calle Actualidad (Julián Ayala y yo) me hice fotógrafo; Juanito Hernández, el jefe de fotografía, que tenía tanta paciencia conmigo como mi madre, me revelaba las fotografías y las convertía en fotolitos, y con ellas se ilustraba todo lo que yo iba encontrando por la calle: desde carteros a personajes de alcurnia, pasando por las torres humeantes de la Refinería.

No comprendo por qué la Refinería no se ha desplazado de lugar en una ciudad tan bella, ennegrecida y maloliente muchas veces por culpa de esos humos. Una vez hice una composición por error, en mi vieja Reflex: una fogata de petróleo de refino superpuesta a una foto que ya había tomado, un café recién puesto en el bar La Capital, que aún existe.

El resultado era, seguramente, horroroso, pero a Juanito le gustó y la pasó para que la pusiéramos en la página. La maldita hemeroteca dará fe de ello, si es que alguien la quiere consultar.

Lo cierto es que en esa época, a finales de los años 60, cuando empecé a trabajar en EL DÍA, me aficioné a caminar por Santa Cruz. Y aún antes. Una vez que fui al muelle para abordar el primer barco de mi viaje, con destino a Gran Canaria, estuve comiendo, solo, antes que vinieran mis compañeros del Instituto de La Laguna, unos berberechos que también eran los primeros que comía en Los Paragüitas, mítico bar popular al que las remodelaciones borraron del mapa. En esa ocasión un hombre todavía no muy borracho se me insinuó de la manera en que se insinúan las personas un poco borrachas, y salí de allí espantado.

La ciudad de Santa Cruz estaba llena, por esa zona, de recovecos inolvidables, bares golfos y de otro postín, en los que se cultivaban las noches igualmente golfas que generalmente acababan, cuando no amanecía mientras tanto, en los cabarets de la parte alta de la ciudad o de La Laguna. Era una ciudad de día y de noche, y yo la conocí en ambas circunstancias. Observo ahora que la noche se ha desplazado de sitio, o no está en ninguna parte, porque ahora (ahora mismo) voy por esos lugares y encuentro camiones de la basura que, entre otras cosas, se llevan quizá aquel tiempo en que Santa Cruz era una ciudad despierta, jovial y noctámbula.

Ahora he estado en Santa Cruz unos días, y en los últimos tiempos, además, he estado y voy a estar más en la ciudad en la que conocí mi primer trabajo como periodista, primero en Aire Libre, luego en La Tarde y, finalmente, en EL DÍA, donde como es evidente vuelvo a escribir. EL DÍA fue para mi una escuela; cuando se fue el admirado Gilberto Alemán por unas semanas a Venezuela y nos encomendó Ernesto Salcedo las páginas que él hacía, aquella La Calle Actualidad, desconocía quizá el favor que al menos me hacía a mi. Porque ese trabajo me enseñó la calle con todas sus consecuencias. Hice entrevistas, crónicas, columnas, reportajes, sucesos? y me preparé para saber que periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente, como dijo en una ocasión que siempre evoco el italiano Eugenio Scalfari.

Estos días que he pasado en Santa Cruz fui a lugares por los que solía caminar, en los que solía sentarme, o donde daba gusto comer. Y he vuelto a tener experiencias que me han devuelto nostalgia y postales. El poeta alemán Michael Krüger tiene un verso, "A veces la infancia me manda una postal", y Santa Cruz me devuelve muchas postales de mi adolescencia y de mi juventud. Esta vez bajé por el Puente Zurita, y me fijé en las casas, algunas muy decrépitas, en una de las cuales me recibió un día un periodista deportivo de los que me acogió en Aire Libre, siendo yo un muchacho. Él no sólo quería enseñarme periodismo, y me fui del lugar como me iría después de Los Paragüitas. Me estuve fijando en el barranco al que mira el famoso puente y estuve pensando en la soledad de los suicidas. Por encima del puente, el viejo manicomio que era para nosotros como la zona sagrada en la que oficiaba su ciencia, y su poesía, Carlos Pinto Grote.

Por esa vía pasé por el Teatro Baudet, donde vi (con Cristino de Vera, el pintor, y con José Badía, el abogado, eran muy amigos) una de las grandes películas de entonces, El mensajero, de Joseph Losey; alguien dijo, en el descanso (que entonces había en los cines), que la película era muy lenta. Como si la viera con el reloj en la mano. Y nunca me olvido de ese juicio, era la primera vez que lo oía con respecto a una película. El Baudet ya no es nada. Y enfrente del Baudet hay un local que tampoco es nada ya y que hasta hace poco debió ser el sitio del Centro Canario Nacionalista, que quizá sigue existiendo pero que ha puesto a la venta esa sede, pues allí vi el cartelón que lo anuncia, y que yo fotografié.

Fui luego al kiosco principal de la ciudad, el de La Paz. Pedí pan integral. No había. Jamón ibérico. No hay. "Nosotros no tenemos nada de dieta", me dijo el camarero. Pasaron unos señores pidiendo limosna y yo les dejé un euro a ambos. Uno de ellos se acercó la moneda para comprobar qué le había dado. La noche anterior fui a cenar a Los Troncos, que está allí desde que yo me fui a Inglaterra. Allí comía huevos a la inglesa don Domingo Pérez Minik (y eso comió esa noche de Santa Cruz el fotógrafo/arquitecto Carlos A. Schwartz, que me acompañó) y yo comía conejo en salmorejo. Y eso comí otra vez. Pepe, el dueño, y cocinero, lo hace como entonces. Y como entonces me lo comí con la nostalgia y la felicidad de volver a la ciudad, ahora demasiado tranquila, en la que me fui haciendo al oficio que ahora aún practico.

Ah, y al volver a la casa observé que seguía allí, desde casi un mes, pegado al ascensor, el cartel que avisaba que en unos días estaría reparado el aparato que ayudaba a subir a los inquilinos. Yo vivo en un segundo. Imaginé a la pobre gente mayor, o impedida, que durante un mes, casi, ha estado sin poder moverse del quinto piso, el ático del edificio. Pensé que también esta lentitud en arreglar las cosas distingue a mi ciudad adoptiva.