Una junta de vecinos de cualquier comunidad es como la vida misma: hay un presidente, varios cargos adjuntos y un administrador. Dan cuenta de cómo se gastan los ingresos por las cuotas de los comuneros. Y entre el público se encuentra siempre el mismo tipo de personajes.

Está el que todo lo discute, el que piensa que cualquier cosa que se hace está mal, el que todo lo critica pero no propone soluciones y jamás acepta, cuando se le propone, hacerse cargo de la presidencia, porque la presidencia de las juntas de vecinos no se paga. Es un deber que te puede tocar desempeñar incluso por sorteo, si es que nadie se presenta.

Luego están los que sólo llevan asuntos que afectan directamente a su vivienda, porque todos los demás le traen sin cuidado: que si su pasillo está sucio o mal pintado, que si un vecino le molesta... Los más, sin embargo, no van. La gran mayoría de los vecinos que pagan sus cuotas -porque son obligatorias- sencillamente se desentienden de la administración de la comunidad porque consideran que ya hay gente que se ocupa y no va con ellos.

La política en nuestro país funciona de manera similar a una junta de vecinos, menos en la cuestión de los sueldos. Las instituciones tienen la misma mecánica y los mismos personajes. No se trata de que todos colaboremos en la buena administración de las cosas que nos afectan, sino, en la medida de lo posible, jeringar a quienes se ocupan de hacerlo poniéndoselo lo más difícil posible. Nos encanta ser parte de los problemas, en vez de ser parte de las soluciones.

Muchas de las cuestiones de la política española se arreglarían si los cargos públicos electos no tuviesen salarios, como los presidentes de las comunidades vecinales. Servir a los demás es una responsabilidad voluntaria, que se debe asumir como un honor. Cada uno debe tener su profesión, su ocupación y sus ingresos, y dedicar, si quiere, una parte de su tiempo libre al trabajo colectivo. La política no es obligatoria sino voluntaria. Y cada uno debería decidir si está dispuesto a servir a la colectividad.

España tiene en este momento, aproximadamente, unos ciento cuarenta y cinco mil cargos públicos representantes de los distintos partidos políticos, sostenidos sobre presupuestos del Estado, que pagan todos los contribuyentes. Aunque es verdad que de los más de sesenta mil concejales que existen en los ocho mil ayuntamientos del país, muchos no perciben más que las dietas por asistencias a plenos o comisiones. A esta cifra hay que añadir unos veinte mil cargos de confianza, personal designado discrecionalmente por los gobernantes en un segundo escalón de la infiltración de la administración por los partidos políticos. Y no se incluyen en estas estimaciones -siempre difíciles en un país donde la transparencia se queda en proyectos ampulosos- los cargos designados, también por la partitocracia reinante, para ocupar los puestos de dirección de las empresas públicas o entes dependientes de la administración.

Eliminar las retribuciones de los políticos -dejando exclusivamente las dietas- se cargaría la política profesional. Cada responsable tendría su propia ocupación privada, por lo que desempeñar una responsabilidad pública no supondría un salario privilegiado. Los partidos dejarían de ser una agencia de colocaciones y la militancia se transformaría en algo mucho más limpio y efectivo, donde la meritocracia pasaría a mejor vida. Y bajaría drásticamente la cantidad de gente que ambiciona hacer política para instalarse en una nómina de por vida. El servicio público sería, efectivamente, lo que su propio nombre indica. Y veríamos descender de forma abrupta la cantidad de vocaciones.

Hemos construido un sistema que privilegia a los funcionarios públicos -bueno, lo han construido básicamente ellos-, cuyo pase a la política es una bicoca que consolida niveles y les favorece descaradamente. Un sistema que convierte a los partidos en una agencia de colocaciones. Es una partitocracia que alimenta un sistema burocrático convertido en un fin en sí mismo, más que en una estructura al servicio de los ciudadanos.

Para cambiar desde la base esta perversión es necesario que eliminemos el estímulo retributivo. Ser un cargo público es un honor y un servicio. Los políticos deben ser llamados exclusivamente a orientar las grandes políticas que luego desarrolla el trabajo de los empleados públicos y a marcar las directrices generales que cumplen los funcionarios. No hace falta más. Pero es obvio que nunca veremos esa gran revolución. Porque la base de la democracia que nos hemos otorgado se basa en la existencia del actual sistema clientelar que consiste en ofrecer una especie de carrera profesional en la vida pública a los más destacados, obedientes y disciplinados militantes a los que se convierte en cargos que se eternizan. Y así nos luce el pelo.