Llegado el calendario, casi sin aliento, al último mes del año, por el hecho de ser un tiempo de efemérides tradicionales, parece que la conciencia individual se suele relajar algo más de lo habitual y, como consecuencia, el rictus facial se vuelve más amable y condescendiente. De modo que en los Consistorios y organismos públicos se empieza a dibujar esa sonrisa que suele faltar el resto de los meses precedentes, mientras se incrementan los sentimientos de solidaridad con los menesterosos. Visto bajo esta óptica, diríamos que sería bueno, muy bueno, mantener ese talante el resto del año, aunque todos sabemos que esto es prácticamente imposible.

Así que de este acontecimiento colectivo casi todos volvemos la vista atrás para rememorar las viejas costumbres, que fueron nuestra doctrina familiar de la adolescencia, cuando ya sólo nos quedan los recuerdos intangibles de un tiempo donde la precariedad era mucho más notoria que la de ahora, por cuanto esta sociedad no estaba estructurada para ayudar a los necesitados. Podría decirse que las escasas iniciativas partían mayoritariamente de los vecinos y las parroquias de los barrios. Siendo estas últimas las que canalizaban las ofrendas de alimentos que buenamente podían aportar los vecinos, sacados de su propia despensa, y que tampoco no era muy abundante. Por ese entonces sólo existía la Cruz Roja y la ayuda de Cáritas y alguna otra oenegé de nombre circunstancial, el resto era la caridad puerta a puerta de los menesterosos, que llenaban con gesto agradecido sus oxidadas latas con el potaje o el guiso sobrante del día anterior, que no tardaban en sustanciar con gofio, también salido del mismo origen.

Capítulo aparte, en lo que a dádivas se refiere, estaba la leche como materia principal alimenticia, que era casi intocable, puesto que correspondía a la nutrición de los pequeños de la casa y, por tanto, compartirla resultaba más complicado. Ajenos al actual tetrabrik o central lechera -Iltesa o Celgán-, que surgirían después cuando los ganaderos comenzaron a comercializar sus productos de origen animal, la única forma de suministro cotidiano era la de la compra del lácteo a las lecheras, que venían a ser un equivalente de los actuales vendedores autónomos que vendían su producción hasta agotarla, y aún, si me apuran, hasta agrandarla con el picaresco "bautizo" con agua del chorro público. Costumbre que todas las amas de casa combatían con el llamado densímetro o "pesaleche", vendido en las farmacias y regulado para dar la lectura de la cantidad de grasa contenida. Rebuscando en las gavetas aún suelo encontrar alguno de estos artilugios delatadores, enemigos acérrimos de las "aguadoras".

Sea como fuere, los que hoy tenemos aún suficiente calcio en la dentadura, pese a los adulterados tazones de leche ingeridos, recordamos con simpatía aquella habitual estampa de las lecheras, que se convertían en una visita cotidiana a la que le abríamos la puerta, caldero en mano, para recibir los litros de leche apalabrados, que después de controlados con el citado densímetro, y colados, iban a parar al fuego para ser hervidos de inmediato, vigilando la delatadora subida de la nata, cuando esta daba fe de la calidad de la sustancia vendida. Pero ahí no acababan las misiones de las lecheras, porque resultaba habitual, por estas fechas, encargarles algún ave de su gallinero o incluso, los más pudientes, del inocente cabrito que también iba a ser objeto de un sabroso guiso.

Imbuidos, pues, en la nostalgia del pasado y llegados a las fechas navideñas, a alguien se le ha ocurrido rememorar de forma simbólica la ruta que a diario, desde la vega lagunera y hasta la ciudad, realizaban estas laboriosas mujeres, cargadas con sus cestos a la cabeza, la mayoría; o auxiliadas con alguna bestia para hacer acopio del resto de la producción casera. Porque, no lo olvidemos, también portaban los encargos de cestos de frutas recién cortadas de su propia huerta, y si me apuran hasta con sacos de "tierra de monte", para plantar en las azoteas de las mayoritarias casas terreras de la ciudad, en donde también se experimentaba con gallineros propios y algún frutal de mediano porte.

Puestos a homenajear a estas esforzadas mujeres, tenemos el conocido soneto de José Tabares Barlett dedicado a requebrar a la lechera: "Ojos negros, castaña cabellera; / las mejillas de nieve y escarlata; / las pomas del amor, ¡cuán bien retrata / su turgente y temblante delantera?" Indudablemente cuando el poeta construía el soneto, tenía la mente puesta en la imagen sinuosa de una lechera bella y bien formada; aunque concluiría su terceto finalmente, después de envidiar al viento que destacaba sus redondeces: "Desnudo el pie, la pantorrilla al aire, / y moviendo su cuerpo con donaire, / oliendo a retamal pasa cantando". Bonito poema para exaltar una tradición ya desaparecida que forma parte del pasado más presente de los que lo vivimos.

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