Las emociones negativas intensas absorben toda la atención del individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra cosa.

Daniel Goleman

Con cada uno de nuestros pensamientos producimos sustancias químicas. Cuando pensamos en algo positivo, en cosas que nos alegran, nuestro cerebro producirá productos que nos hacen sentir felices y satisfechos. Por otro lado, cuando estamos pensando en cosas negativas o nos sentimos inseguros o poco valorados, nuestro cerebro contribuirá con sustancias que mantienen estas sensaciones.

Así, lo que ocurre a nivel químico en nuestro cerebro afecta a cómo nos sentimos tanto a nivel físico como mental. Nuestro cuerpo se siente, literalmente, como pensamos. Es un reflejo de la actividad que se desarrolla en él.

Solo tenemos que fijarnos en lo que ocurre cuando recibimos opiniones o las emitimos. Dedicamos mucho más tiempo -bastante más, de hecho- a los comentarios negativos que a los positivos. Lo podemos observar en cualquier portal que publique opiniones de usuarios sobre servicios. Encontraremos cómo a los negativos les dedicamos más espacio y detalle que a los positivos, ¡y cómo las respuestas a los primeros son mucho más extensas! Así, podemos ver cómo un restaurante u hotel que tiene infinidad de reseñas positivas se ve afectado mucho más por las dos o tres negativas que puedan figurar en su lista. Estos comentarios nos pueden llevar incluso a desistir de ir a ellos.

Y esto ocurre, asimismo, en nuestro día a día. Maximizamos lo negativo y -casi- obviamos lo negativo. Tenemos una tendencia de fábrica a fijarnos en lo que no va bien y a olvidar todo lo que sí lo hace. Curioso, ¿verdad?

Probemos a decirle a alguien, por ejemplo, que se queja de que no consigue aparcar, nada más llegar, a menos de cien metros de su trabajo, porque a todo el mundo le da por hacerlo ¡a su misma hora!, que tiene la suerte de tener un automóvil y carreteras que lo llevan a pocos metros de su trabajo. Si además se nos ocurre la disparatada idea de proponerle que lo haga en transporte público o que camine, o que vaya antes o después de la hora punta (si le es posible), nos arriesgaremos a recibir una ristra de improperios, en el mejor de los casos.

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué no somos conscientes de todo aquello de lo que disfrutamos y nos centramos exclusivamente en lo que no? Es muy sencillo. Nos acostumbramos a ello. A todo. A las comodidades que nos permiten desarrollar una vida confortable, a que nos quieran, a tener la posibilidad de disfrutar de ocio, a tener un trabajo? hasta que no lo tenemos. Y mientras, nos centramos en lo negativo. En todo aquello que no funciona, sin apreciar lo que sí, que generalmente es mucho más.

Este fenómeno de acomodación cerebral consigue que seamos personas infelices, incapaces de apreciar lo que nos ofrece el día a día. Desde la magia de nuestros hijos e hijas despertándose para ir al colegio hasta la luz de un día de verano o ¡la maravilla de la lluvia! De hecho, el mero hecho de sugerirlo como estamos haciendo en este artículo puede no gustar a muchas personas.

Pero para todas las demás, que -como me ocurre a mí- están empeñadas en, al menos, dejar en el balance adecuado lo negativo y lo positivo que les acontece en su vida, les propongo un sencillo ejercicio diario para conseguirlo.

Simplemente pongámonos manos a la obra. Registremos lo que nos ocurre a diario. Repasemos, al final de la jornada, lo que nos ha hecho sentir bien, esforzándonos en apreciar lo que pueda parecer evidente y conseguido. Es un sencillo ejercicio de concienciación, de gratitud y generosidad que puede llegar a cambiar nuestra vida.

Si queremos, claro.