Uno de los amigos que más quiero, y al que debo más gratitud, y al que veo menos de lo que debiera, porque la vida nos avienta de un lado a otro y uno no hace lo que tiene que hacer, es Antonio Cos. A él le debo muchas cosas. Afecto, trabajo, serenidad, consejo, educación, prudencia, y también dignidad, respeto, ética política y social, bondad y nobleza. Por ejemplo.

Y le debo a Antonio Cos, por ejemplo, la primera descripción de lo que se veía desde la autopista del Sur cuando ésta aún no había sido inaugurada. Él viajaba por las zonas que ya estaban disponibles para transitar, y siempre volvía del Sur a Santa Cruz con novedades extraordinarias del paisaje que se abría a la sociedad isleña que hasta entonces viajaba esas distancias a través de las montañas de Güímar y de Arafo.

Lo que contaba Antonio se refería, sobre todo, a lo que se veía en esas orillas, entre los riscos; el agua reverberando, haciéndose presente como un juguete para los sentidos. El olor del mar era un descubrimiento que parecía un regalo con el que se encontraba de ida y vuelta, como una sorpresa.

Esa carretera es imprescindible para entender el entusiasmo con el que el sur acogió unas nuevas décadas de desarrollo y de igualdad: dejaba de ser el sur aquel desierto cuyas letras eran subdesarrollo, urbanizaciones y pobreza, contrastes humanos y humillantes que esa autopista ayudó a compensar.

He recordado esto al tiempo que vino a mi memoria uno de los momentos más peligrosos, y también más ingenuos, de mi vida como periodista. Un amigo, que no era Antonio, me propuso que viajara a uno de los pueblos que iban a quedarse alejados de la autopista, porque no habían previsto enlace. Se trataba de hacerme ver el grave percance que se iba a producir para la hacienda y la vida de sus habitantes. Y el propósito, perfectamente noble, era que yo escribiera para EL DÍA un reportaje explicando esa decisiva carencia.

El pueblo era San Miguel de Tajao, que ahora es un lugar predilecto para muchos, para comer pescado fresco ante el mar, ese Atlántico bellísimo y vivo del que me hablaba tanto Antonio Cos. Fui a Tajao, naturalmente; me invitaron al bar que había entonces, comí viejas frescas, fritas, ensalada de tomates, lechugas y aguacates, e imagino que bebería Cerveza Dorada, que fue, y es, mi cerveza de toda la vida.

Tomé notas, volví al periódico, y EL DÍA, naturalmente, se hizo solidario con lo que me contaron los amigos de Tajao sobre su porvenir sin autopista. El asunto tenía un gran interés humano: Tajao iba a ser uno de los pueblos damnificados de la construcción del futuro, aún en curso, y era lógico que este periódico se hiciera eco de esas preocupaciones.

El reportaje salió con fotos y con detalles, y poco después las autoridades, o porque ya lo tendrían previsto o porque el reportaje fue tan convincente como para ampliar el número de enlaces, hicieron el desvío a Tajao. Siempre ha sido para mi ese reportaje, y sus consecuencias, de íntimo, y creo que legítimo, orgullo.

Algún tiempo después una delegación de aquellos amigos fue al periódico, o me envió un mensaje, ofreciéndome como premio a la ayuda que les había representado aquel reportaje un terrenito en Tajao. Yo no sabía entonces lo que eso significaba; tampoco tenía yo ansiedad alguna de poseer nada, ni siquiera se me planteó la idea de que ese regalo significara otra cosa que un detalle simbólico al que ni siquiera tendría que responder. Y no respondí. No dije nada, era demasiado joven como para sentirme proclive a sentir de un modo u otro aquello que en mi criterio de entonces era tan solo un amistoso abrazo, sin más.

Y, por supuesto, nunca volví a Tajao a recibir de aquellos amigos el certificado de su regalo ni me pareció conveniente divulgarlo en el periódico como algo que tuviera consistencia.

Muchos años después volví a Tajao. El enlace cambió la vida del pueblo, naturalmente, los lugares en los que, desde entonces, he ido a comer han sido siempre de lo mejor que he encontrado por esas costas. Y me he sentido siempre muy feliz en Tajao.

Ahora que ha pasado tanto tiempo siento que el pago mejor a aquel reportaje que no tenía por qué pagarse, por supuesto, es esta memoria que viene a mi cada vez que paso por Tajao: la alegría que produce el oficio de periodista cuando su ejercicio da de sí actos de justicia como el que simplemente pedían aquellos amigos de Tajao que quizá llevan años sin saber que yo me acuerdo de aquel mediodía tan bello en el único bar que entonces tenía esta orilla vivísima de la ruta de la que me hablaba Antonio Cos.

Ahora la autopista ofrece otras razones de reportaje. Por ejemplo, ahora que he vuelto a mi isla, y he venido al Sur, me he encontrado ante mi casa una mole, los elementos ya sobresalientes del muelle de Granadilla. Sé que mucha gente avisó de las consecuencias que para el paisaje iba a tener ese mamotreto, palabra que tan bien situada está ahora con respecto a esa construcción de hierros y de cemento. Siempre el Sur te ofrece sorpresas para el periodismo, e imagino que ahora habrá muchas plumas afilándose para contar qué le parece a la gente esta realidad que, a mi juicio, afea aquel paisaje del que con tanto entusiasmo hablaba, al volver a Santa Cruz, mi amigo Antonio Cosa.