Nunca lo llamaron en casa doctor, ni siquiera médico, y por supuesto nadie jamás lo llamó cirujano. Pero en función de todo eso, de que era médico, por tanto doctor, y más específicamente cirujano, don Alfonso Soriano se incrustó para siempre en la memoria de gratitudes de nuestra familia porque, cuando yo era un niño aún, salvó a mi hermano Paco, un adolescente al que le gustaba la mecánica, de las consecuencias de un gravísimo accidente.

Don Alfonso Soriano, el cirujano del Hospital Civil, lo recibió en el hospital, después de una insólita carrera en el camión de mi padre, que me parece que conducía uno de mis tíos, Domingo o Tomás, y procedió a operarlo. Lo salvó, y desde entonces fue un héroe en casa; mi madre le llevaba viandas todos los años por estas fechas y nos inculcó a todos esa gratitud y aún hoy es reverenciado el nombre de don Alfonso entre nosotros.

Todos esos detalles concretos del accidente y de la posterior salvación de Paco han sido asunto de la mitología casera; ni él ni yo somos dados a hablar de tragedias, y por eso me he ahorrado, a lo largo de nuestras respectivas vidas, aquellos elementos del accidente que no añaden nada, por otra parte, al hecho cierto de que aquello pasó, por fortuna, y mi hermano sigue llevando una vida feliz, trabajando siempre y ahora tratando de que los nietos no se caigan por las escaleras. Ahora bien, lo que no ha podido ser superado jamás, en mi caso, ha sido el reflujo sentimental de los momentos trágicos que se vivieron en casa mientras duró la incertidumbre del viaje y la posterior operación tan eficazmente realizada por don Alfonso.

Ese desgarro de mi madre, asociado a los ladridos sin tregua de nuestra perra blanca, La Perrucha, forma parte aún de mis noches de insomnio. Como solía ocurrir, una vez salvadas todas las circunstancias, y con mi hermano felizmente en casa, ya poco se habló entre nosotros de esos detalles dramáticos. Eso nos enseñó nuestra madre, a no avanzar más de la cuenta en lo trágico, para buscar en la vida un porvenir más alegre.

Pero de quien ella no se olvidó jamás fue de don Alfonso Soriano. Años más tarde conocí a un médico de parecido talante al que mi madre describía hablando "del cirujano de Santa Cruz". Era Alberto de Armas, "don Alberto de Armas", quizá la persona más generosa, con Pepe Toledo, otro cirujano, de las que yo he conocido en mi vida, junto, claro, a don Celestino Cobiella y don Isidoro Luz, que iban a las casas de los enfermos del Puerto de la Cruz y se iban habiendo aliviado a los dolientes y sin cobrar ni una peseta. Don Alberto era así, muchos médicos que he conocido en mi larga vida de enfermo crónico son así. Y don Alfonso era así, mi madre me lo decía.

Y yo se lo digo a sus hijos cada vez que los veo. A quienes más he visto a lo largo de estos años, de los numerosos hijos de don Alfonso, son Nicolás, abogado y filántropo, creador de una fundación bienhechora, y Alfonso, el expolítico, campechano como pocos políticos nuestros, a veces tan envanecidos y total para nada. Y ahora he sumado a esa colección de sorianos a Arturo, cirujano también, como su padre, tan tinerfeño como todos ellos, y en su caso, además, con un sentido del humor en el que quise vislumbrar el carácter de don Alfonso. Hablamos unas palabras, sobre la vida, sobre los médicos, sobre los oficios respectivos, y encontré en él esa naturalidad que vendrá de casa, pues todos ellos, los que he conocido, llevan esa marca.

Me emocionó verlo y hablar con él de su padre. La vida está hecha de estas emociones, y si uno se las calla la experiencia de contar se vuelve una piedra de la que yo no quisiera ser parte.