En el tiempo que llevo escribiendo sobre nacionalismo y nación, no me canso de insistir en esos dos conceptos que caminan dados de la mano dentro de la enjundia político-sociológica capaz -como lo ha hecho- de cambiar el mundo.

Insistir sobre ellos, sobre estos constructos, no es lluvia sobre mojado, sino que el momento, quizás más que entonces, es propicio para que lo hagamos con la contundencia que requiere impulsar o defender una política y una ideología concreta como es la nacionalista.

Uno de los pensadores más relevantes de nuestro tiempo sobre la nación -y quizás más comprensivo que Gellner y Kedourer- sea Isaiah Berlin, que ha dicho que "el nacionalismo brota no pocas veces de un sentido ultrajado y herido de dignidad humana, del deseo de reconocimiento, y es una de las fuerzas mayores que impulsan la historia humana, hasta constituir una dinámica más poderosa que ninguna otra existente en nuestros días".

Y la evidencia es que la nación no estaba emboscada, solo que se debatía por subsistir y lo ha hecho. La nación ha regresado motivada por la crisis de los sistemas políticos de la vieja guardia y por los modernos podemitas, que serán flor de un día. Todo aquello que empuje un territorio a dignificarse y a sentirse como un organismo humano con ansias de vivir su vida y de colaborar con las vecindades no se podrá destruir ni con constituciones ni con alegatos, que cansan por su monotonía, instalada en un bucle de pseudointelectualidad.

Javier Tussel en "España, una angustia nacional" (escrito en 1999 y que cobra rabiosa actualidad) pregunta sobre el retorno de la nación: "¿Constituye un fin, una vuelta atrás o un presagio del futuro?" Si aparece la nación es porque instancias superiores carecen de la capacidad de movilización; por ejemplo, lo que ha acontecido en Cataluña.

La nación no es algo que pasa, sino que se desarrolla y crece, adquiriendo características diferentes con el trascurso del tiempo. "Es un producto de la voluntad individual y colectiva ejercida en un momento singular por razones que en otro tiempo no llegaron a producir idénticos resultados".

España se construyó como nación alrededor de Castilla; España era Castilla y su conciencia nacional comenzó con la Constitución de Cádiz, en 1812, donde brota el patriotismo ante la invasión del enemigo, de Napoleón.

Cataluña, según Pier Vilar, entre 1250 y 1350 ya existía como estado-nación, y fue Felipe V el que dio el espaldarazo de su absolutismo imponiendo el decreto de Nueva Planta, por lo que Cataluña dejó de existir como Estado integrado en la monarquía hispánica para pasar a ser una provincia más de esa monarquía, con lo cual todas sus instituciones históricas se abolieron, pero nunca han caído en el olvido. He ahí el estado de la cuestión y su reivindicación permanente.