Pedro Guerra, el artista que Güímar le regaló al mundo, tiene una canción, que le inspiró Mario Benedetti: Contamíname. Carlos Fuentes, el autor mexicano de La muerte de Artemio Cruz, la usó para defender la imprescindible contaminación de razas y países, gracias a las distintas emigraciones.

Nosotros, por ejemplo, somos productos canarios de sucesivas capas de razas a su vez contaminadas: guanches, godos, portugueses, latinoamericanos, suecos, ingleses, alemanes, italianos. De la convivencia, y de los amores, entre todas ellas se hizo la Canarias de hoy. Y tendría que haber un día el Día de las Mil Razas, pues no somos de una sola raza, a Dios gracias, o gracias al tarajal, como decía el cura del cuento.

(¿Que no conocen lo del tarajal del cuento del cura? Mi madre lo contaba, con su gracia hispanoamericanafrancesaygitana -pues ella contaba que nuestros ancestros eran ellos mismos una mezcla de gitanos y franceses que fueron a dar al Barranco Ruiz, cerca de Los Realejos y de San Juan de la Rambla-. Resulta que en una tartana de principios de siglo viajaban por esos andurriales unos aldeanos y un cura. Un volantazo mal dado dio con todos ellos y la tartana al abismo. Un tarajal los salvó de verdadero milagro. Y una señora devota gritó desde el fondo del automóvil: "¡Gracias a Dios!" El representante de Dios, igualmente aliviado del susto, terció para decir: "¡Gracias a Dios, no, señora: gracias al tarajal!")

Pues bien, nosotros somos de todas partes, gracias a Dios o gracias al tarajal. Y por eso deberíamos congratularnos en lugar de seguir creyendo que somos una raza sola y además incontaminada. En otros tiempos, los tiempos sobre los que versan estos recuerdos, siempre tuvimos espejos ajenos en los que mirarnos. El Puerto de Santa Cruz estaba implicado en la ciudad, con sus turistas detenidos en una ciudad más chica, más pueblerina pero, ay, más acogedora. Y como éramos pocos y también fluía mejor la información de los consignatarios, y también de los responsables del minúsculo aeropuerto, los periódicos estábamos muy pendientes (en EL DÍA lo estábamos sin duda) de aquellos que venían de otros mundos. Ser extranjero era entre nosotros una rareza muy bienvenida.

Y las secciones de este periódico se llenaban con noticias de quienes hablaban distinto, desde Winston Churchill y Agatha Christie a Amintore Fanfani, Pablo Neruda (al que entrevistamos un grupo muy nutrido de EL DÍA) o Raquel Welch (a la que entrevistó, para su sección Tarjeta de visita, mi maestro Elfidio Alonso). Nos tenían los redactores jefes husmeando por esos andurriales de entrada y salida de viajeros en busca de personajes con cierto nombre que pudieran darle a la isla el aire cosmopolita que la distinguió cuando fue, por un tiempo breve pero intenso, capital del surrealismo mundial imperante en los años treinta del siglo XX.

Lo cierto es que a medida que nos hemos hecho más grandes nos estamos mirando más el ombligo y escuchamos eslóganes que nos singularizan como capitales de nosotros mismos. Somos, por ejemplo, "gente 10", o les ganamos a todos en belleza y en decoro. El año pasado no sé cuántos millones se gastó el erario público en convencernos a nosotros mismos de que es verdad este eslogan: "A buena gente no nos gana nadie", como si se hubiera hecho una encuesta mundial y nosotros saliéramos ganadores, por goleada, de semejante bobada. Como si el certificado de buena gente se diera en los dispensarios o en las farmacias.

Una vez me pasó volviendo de Baleares a mi querido sur (pudo haber sido a mi querido norte, pero fue al sur adonde llegué en ese momento). Caí en el viejo Jable de tan buenos recuerdos medaneros y recibí el abrazo de un ilustre empresario contento de ser de aquí. Me saludó y me espetó en seguida:

-¿Qué, de vuelta? ¡Como aquí, en ninguna parte! ¿A que sí?

Y yo le dije lo que primero me vino a la cabeza, así que le di salida a la siempre peligrosísima y audaz sinceridad:

-Pues la verdad es que yo acabo de volver de Baleares y allí tampoco se está tan mal.

Eso es lo que está pasando: que nos ha crecido el ombligo. Y no solo el ombligo de la tierra o de la identidad, sino el ombligo real, el que llevamos todos, y el ombligo no nos deja ver el mundo. El mundo es ancho y ajeno, como decía Ciro Alegría, y no es mejor ni más grande el mundo nuestro que el mundo de por ahí afuera. Ya sé que el nuestro es, como la querida del empresario catalán del chiste, "el nuestro" y lo queremos mucho, pero atendamos a lo que pasa por ahí adelante en el mundo mundial: cómo cuidan los ingleses, por ejemplo, sus universidades, o los italianos sus monumentos, o los alemanes su naturaleza, o los suecos sus instituciones públicas, o los norteamericanos su imagen. Y mirémonos a nosotros mismos, y miremos cómo cuidamos nuestra Universidad, a la que decimos querer tanto cuando nos la quieren compartir, o cómo tratamos nuestros bosques o nuestras escuelas, o nuestras bibliotecas, y saquemos conclusiones antes de proclamar que como la nuestra no hay tierra ninguna. Se empieza creyendo que somos lo mejor del mundo y terminamos sin saber cómo recoger la basura que quema nuestros bosques o la desidia que deteriora nuestras bibliotecas o nuestras escuelas.

Tenerife, la isla, tiene una larga historia de cosmopolitismo, de mezcla, de contaminación. Somos "extranjeros de nosotros mismos", como se decía en Francia para combatir el racismo interior, de modo que hagamos lo posible para seguir repitiendo, siempre que sea posible, que para nosotros el Puerto era lo primero no sólo porque era la industria mayor de la isla sino porque era por donde venía la gente con la que al fin y al cabo nos hicimos, porque de una u otra forma todos, los guanches también, descendemos, y descendimos, de los barcos.

Y sí, somos bondadosos, pero más o menos como todo el mundo lo intenta ser. ¿O es que todos los extranjeros son descuidados malos hijos?