En el último diciembre se mostraron y resolvieron atractivos misterios de la historia del arte que, a la vez y en este mismo campo, revelaron con nitidez el rumbo y ritmo que impone la poderosa y denostada economía de mercado que, con todas las variantes formales, tiene rango planetario y que, para paliar sus dolorosas inclemencias, se puede permitir los lujos de ciertas dosis de filantropía.

Sospechamos y supimos que el misterioso comprador que, por unos cuatrocientos cincuenta millones de euros, adquirió en subasta el famoso Salvator Mundi -la única pintura de Leonardo Da Vinci que permanecía en manos privadas- era un millonario árabe -el príncipe Bader bin Abdalá bin Mohamed bin Farhan al Saud-, pariente lejano del heredero del trono saudí -Mohamed bin Salman-, compañero de estudios en el Reino Unido y socio en negocios diversos, pero también sin antecedentes algunos en el sector del coleccionismo y/o mercado artístico.

Pronto conocimos el destino final de la tabla leonardesca: el Louvre de Abu Dhabi, diseñado por Jean Nouvel, construido en la última década con un presupuesto que superó largamente los quinientos millones de euros e inaugurado en noviembre de 2017.

Mediante un acuerdo entre los gobiernos de Francia y el emirato, el museo parisino -premiado con más de mil millones de euros en el protocolo- cede obras, notables y de tono medio, de sus colecciones, que permanecerán expuestas temporalmente mientras la institución conforma sus propios fondos -actualmente tiene un sugestivo catálogo con más de seiscientas piezas representativas de la cultura occidental- con una agresiva política de compras en las principales casas de subastas del mundo.

A la orilla del mar y coronado por una cúpula colosal de ciento ochenta metros de diámetro, el complejo se articula en torno a un gran patio, cerrado por una sucesión de cubos blancos, que son los espacios expositivos, dotados de luz natural y con sofisticados sistemas de climatización y seguridad. Allí conviven los excelsos préstamos con las flamantes adquisiciones, y el éxito de público justifica el acierto de una idea que, además de publicitar el Louvre en todo el mundo -"la grandeur est la grandeur"-, abre una atractiva ventana de la cultura occidental en el paraíso del dinero.