La masa dócil y conformista que sostiene las economías de un privilegiado casco mundial, o sea, el turismo, paga por ver las naturalezas vírgenes, los núcleos históricos originales, los tesoros museísticos en su aparente integridad y las obras tal y como creen que salieron de las manos de los artistas. "Paga por lo hecho, sobre todo si está conservado"; por las bellezas puntuales, no importa su maquillaje, que incorpora a su equipaje espiritual y se afilia a la corriente internacional y pudiente que comparte el imaginario de las maravillas supuestamente intactas del planeta.

En el credo de la economía de mercado y la globalización -por desencanto no uso mayúsculas-, los visitantes querrían ver un Coliseo flamante, tal y como nos lo presentaron los péplums, me comentó irónico un taxista que, desde el magnífico recinto, me acercó a la Estación Termini. Corría 1989 y, en una breve fuga a Italia, acogido a la tentación de la frecuencia, comodidad y precio del transporte ferroviario, volví a Milán con el fin de gozar, otra vez, del fresco más famoso de la historia que Leonardo dejó en Santa María delle Grazie, y del reencuentro con mi amigo Alberto Longoni, pintor y escultor de genuina originalidad, grabador excepcional, ilustrador reclamado por las editoriales punteras, muralista y ceramista, autor de ingenio e inteligente sarcasmo y, a la vez, cuentista que, a su modo, heredó el humor y la ternura de Carlo Collodi en la literatura infantil.

En un almuerzo y una larga sobremesa -la última con el admirado creador- hablamos del turismo, que se perfilaba como el único sector capaz de aportar solidez económica al régimen de libertades de España. Casualidad o sentimiento -¿quién lo sabe?-, Longoni casi repitió la frase lapidaria del conductor del taxi: "Los turistas tienen que educarse, en sus países o en los destinos que visitan, porque, en su bobalicona ignorancia, no digieren ni admiten que el arte cumple años y sufre sus efectos, y que ahí está también la clave de su grandeza. Más del cincuenta por ciento de la obra de Da Vinci, desde la Cena a la Gioconda, es de nuevo cuño, añadidos en irrespetuosas restauraciones. Pues bien, eso no les importa a los visitantes, que pagarían por ver la obra repintada. Y en esa trampa terrible están cayendo cuantos vivimos de sus visitas, escasas sensibilidades y abundantes divisas; incluso los grandes museos".