Si yo fuera profesor, o maestro, de periodismo, recomendaría a los alumnos dos libros, las memorias de Katharine Graham, que fue la editora del Washington Post en su época más legendaria, la de Los papeles del Pentágono, y Vida de un periodista, de Ben Bradlee, que fue el brazo periodístico de Graham en esos mismos tiempos cuyo punto álgido fue la cobertura del caso Watergate.

El libro de Katharine Graham es un volumen lleno de vida. Ella no se limitó a su despacho glorioso. En esos tiempos en que su periódico desafiaba a Richard Nixon, que quería mantener oculto tanto los papeles que lo incriminaban por una guerra cruel e injustificada como su asalto al cuartel general de los demócratas en periodo electoral, el caso Watergate, ella asumió con Bradlee la obligación principal de un periódico: decirle a la gente algo que alguna gente no quería que se dijera.

Ambos personajes son insustituibles en la gran historia del periodismo del siglo XX. Sin la empresaria, sin su gesto de apoyo a la Redacción y a su director, el Washington Post no estaría en esa zona de leyenda del oficio. Los dos son principales actores de esa memoria, y los dos son, por tanto, protagonistas principales de las películas que se han ido haciendo acerca de esos dos monumentos de la libertad del periodismo para contarle a la gente lo que pasa en la sociedad a la que se dirige.

Después de Los hombres del presidente, la película que sigue los pasos de Woodward y Bernstein, los reporteros del Watergate, ahora viene, tantos años después, Los papeles del Pentágono. Ya no están Graham ni Bradlee para ver esta versión cinematográfica que Steven Spielberg edifica sobre aquella gesta periodística, que enfrentó al Washington Post al poder norteamericano, hasta que la justicia les permitió contravenir la decisión de la Administración de impedir la divulgación de los papeles que denunciaban las ilegalidades cometidas en la guerra de Vietnam por parte norteamericana.

Los hombres del presidente marcó las aspiraciones de los periodistas que vivíamos la dorada juventud de los deseos, cuando todos queríamos ser como aquellos dos reporteros que, mandados por Ben Bradlee y autorizadas por Katharine Graham, hurgaron hasta el último detalle el caso Watergate para que Richard Nixon no quedara impune.

Como pasó con los papeles del Pentágono, el poder quiso por todos los medios impedir la publicación del escándalo que iba a llevar a Nixon a su punto final. El modo en que el entonces presidente amenazó a Katharine Graham con desposeerla de su periódico es uno de los aberrantes episodios de la relación del poder con la prensa. Y, claro, entonces todos quisimos ser como ellos, imagino que también los ejecutivos de los periódicos, en España y en el mundo.

Me tocó estar en París, en casa de mi amigo Emilio Sánchez-Ortiz, enviando crónicas a EL DÍA, cuando terminaron los episodios que pusieron en los medios de todo el mundo, en primera plana, las consecuencias del Watergate. Fue cuando, finalmente, Nixon tuvo que abandonar el poder y, en este caso, ganó el periodismo. Ganó la verdad del periodismo, como me dijo en 2008 el arquitecto profesional de aquella cobertura, Ben Bradlee.

Esa entrevista que le hice tantos años después del Watergate a Ben Bradlee ha sido una de mis jornadas más felices, no porque hubiera ahí grandilocuencia sino exactamente por todo lo contrario. En ese momento, el autor de Vida de un periodista, el periodista que derribó a Nixon desde su periódico, el que había dado lecciones de vigor periodístico y de ética civil, era un viejo periodista de 87 años, que seguía yendo cada día, todos los días, a la Redacción del periódico que lo hizo famoso.

La tarea de Bradlee en ese momento era la de un periodista retirado al que el periódico le seguía guardando respeto y fidelidad. Y le había asignado una tarea que luego he imaginado que habría sido elegida por él mismo. Le pregunté, en efecto, qué hacía en aquel despacho sin ventanas, rodeado de recuerdos, fotografías, premios y bromas de sus amigos del momento en que decidió retirarse de tareas ejecutivas. Y me respondió algo que desde entonces no olvido y que algún día me gustaría imitar, si me acompañan las fuerzas y, sobre todo, si se me asigna algún día tan estimulante encargo.

En efecto, lo que entonces hacía Bradlee era prestar atención al talento emergente en el periodismo de Estados Unidos. Él leía la prensa local de Washington, pero también la prensa local de todos los diarios que merecían atención en el inmenso país. Seleccionaba a aquellos jóvenes periodistas que destacaran en los respectivos diarios y los iba citando en la cafetería del hotel que había ante el edificio del periódico. "Ahí los invito a café, charlo con ellos, y si me siguen pareciendo interesantes tanto por lo que escriben como por lo que son, entonces hablo con los directivos del periódico y les aconsejo que los sigan o que los reciban".

Junto a esas tareas, él seguía leyendo, aconsejando; iba al periódico con sus camisas juveniles, como las que se ven ahora en las fotos que lo rememoran con motivo de la película de Spielberg y como, por otra parte, aparece representado en las dos ficciones a las que he hecho referencia. Él era así, y así es en Vida de un periodista: en un oficio henchido de vanidad y de figuras patéticas que se comportan como si fueran más importantes que sus periódicos, Bradlee era allí un trabajador más que tenía más en cuenta el esfuerzo colectivo de su redacción para sacar adelante los asuntos que un alto ejecutivo envanecido por sus éxitos como si fueran de su exclusiva autoría.

Y sobre todo tenía algo muy claro Ben Bradlee: sin su empresaria, sin su editora, sin la persona que tuvo al lado en todo momento, sin Katharine Graham, él no hubiera tenido fácil comportarse como el verdadero periodista que había sido. Por eso han de leerse ambas autobiografías para sacar una conclusión imprescindible: un gran periodista nunca subsiste sin el apoyo de una gran redacción, y una gran redacción no se hace jamás sin tener al lado una empresa enamorada y respetuosa de lo que ha ser el periodismo.