Canarias ha cerrado el año pasado con dieciséis millones de turistas y una facturación de 18.000 millones de euros. La burbuja se sigue hinchando vertiginosamente. Desde el año 2009 hasta hoy se han creado más de ochenta mil nuevos empleos en el sector que moviliza la economía de las Islas. Y como no hay perro sin pulgas, comienzan a surgir voces que hablan de la necesidad de poner un techo al número de visitantes para limitar el impacto ambiental de tanto extranjero que tira de la cisterna.

Del turismo habría mucho que hablar. Porque es un hecho que demasiados miles de millones que se generan en las Islas acaban fuera de aquí. Porque pese a tener más de doscientos mil parados, el sector sigue importando mano de obra foránea bajo el palio de la mentira de que los canarios estamos peor formados que la inmigración laboral (porque para dar toallas en la piscina hay que saber hablar siete idiomas y no ser de Arico sino de Sudamérica). O porque los salarios del sector siguen siendo clamorosamente bajos. Hay muchas cosas que hablar antes de plantearse la necedad de cargarse el único negocio que funciona.

Cada día tenemos en las Islas unas trescientas mil personas que están de visita y que dejan unos ciento treinta euros diarios. Cagan, mean, caminan por los parques naturales, se bañan y alquilan vehículos que contaminan. Y resulta que nos preocupan mucho más que los dos millones doscientas mil personas que viven aquí de forma permanente y hacen lo mismo. ¿Se van a poner límites a la natalidad? ¿Se va a hacer una Ley de Residencia para regular la entrada de nuevos ciudadanos que se radiquen en las Islas? Seguro que no. Los mismos que quieren poner techo al número de turistas que nos dejan su dinero se opondrían ferozmente a este tipo de medidas xenófobas.

El turismo ocupa poco más de un 3% del suelo de las Islas. Somos la segunda comunidad española, después de Valencia, en superficie protegida, con casi la mitad del territorio afectada por medidas de conservación. Es legítimo que nos preocupemos por tener un país sostenible, pero es absurdo que para conseguirlo nos fijemos en el único sector económico de éxito y el que menos ha impactado en el destrozo medioambiental.

Las medianías de nuestras islas están devastadas por casas hechas por los canarios y toleradas por los ayuntamientos: desordenadas y caóticas. Y ahí el turismo no tiene nada que ver. Los turistas no cavaron con sus manos los agujeros del barranco de Badajoz en Güímar. Ni han creado los cinturones de barrios que convierten en un galimatías las áreas metropolitanas de las dos grandes capitales.

La burbuja turística estallará, como pasó con aquel mercado inmobiliario que parecía no tener techo. Pero sí que sí lo tenía porque nos rompimos los cuernos con él, cuando los bancos -esos grandes "amigos"- empezaron a apretarnos el cogote. Hay países directamente competidores en el mercado turístico, como Túnez, Turquía o Egipto, que están saliendo de la pesadilla de la inseguridad terrorista con ofertas de hoteles de gran lujo a cuarenta euros la noche. Tarde o temprano volverán a captar el turismo que perdieron.

Y cuando nuestra economía se desinfle, en vez de preocuparnos por la sostenibilidad, tendremos la urgencia de saber qué van a comer los miles y miles de nuevos parados que saldrán escopetados del sector servicios. Porque sin los dieciséis millones de personas que nos visitan, se perderán empleos en la restauración, el comercio, los transportes y los servicios, que viven a la sombra de los guiris. Y porque las grandes empresas, que hoy hacen aquí un floreciente negocio, levantarán el campamento y nos dejarán desempleo y hoteles vacíos. Entonces nos comeremos los ladrillos.

Espero que en la Fitur de Madrid, en medio de su esforzado trabajo de promoción de los negocios de las grandes cadenas hoteleras peninsulares que operan en las Islas, alguno de los miembros o "miembras" de la cuantiosa representación de ilustres autoridades canarias haya sacado unos minutos para reflexionar lúcidamente sobre lo inevitable de los ciclos económicos: aquello de que después de las vacas gordas inexorablemente llega el tiempo de las flacas. Más que nada para que cuando pase no nos vuelva a coger en pelota.