No existe un escritor de comedias de enredo en todo Hollywood que sea capaz de escribir las gloriosas páginas del absurdo que están redactando para la historia los independentistas catalanes. Es imposible. No se puede encontrar más surrealismo inédito ni en el camarote de los hermanos Marx.

El presidente del Parlamento de Cataluña, Roger Torrent, suspendió el pleno de investidura de Puigdemont previsto para ayer. Según Torrent, se aplaza pero no se suspende. Lo cual es como la sublimación de la escolástica política. Ríete tú de los peces de colores. Que no se celebre no significa que no exista, porque subsiste la esencia del ser mismo, que es la convocatoria sin fecha.

El asunto es que Carles Puigdemont no puede tomar posesión a distancia. Y ya ni coge el teléfono. En cuanto ponga una pata en suelo español sabe que será detenido, porque es un prófugo de una Justicia que le va a caer encima con un arsenal de presuntos delitos. Así que estamos ante un quiero y no puedo. Los secesionistas no desean otro candidato que no sea el expresidente catalán, y este no puede ser lo que quieren que sea y lo que él mismo quiere ser. San Agustín en estado puro.

La gente, en general, está de Cataluña hasta los pelos del moño. Pero la triste realidad es que los efectos acumulados de las chapuzas institucionales del independentismo pueden causar un gravísimo daño económico a todos los ciudadanos del Estado español. Afecta a nuestra economía, a nuestro PIB, a nuestra credibilidad exterior y a nuestra estabilidad política.

Los hay que esperan que Puigdemont aparezca en el parlamento catalán disfrazado de mujer de la limpieza. O que se le descubra en el maletero de un coche en la frontera con Francia. Pero mientras tanto, los poderes del Estado se desgastan, desplegando toda su atención al devenir surrealista del presidente ausente que quiere gobernar Cataluña con un mando a distancia, como el que juega a la Play Station.

La suspensión sin plazo del pleno del Parlamento prolonga de forma indefinida este alocado estado de las cosas. Y eso es una victoria pírrica para Puigdemont a los suyos, que siguen tocando la flauta para que todo un país siga bailando al ritmo de sus ocurrencias. El marianismo practica la política de aguantar indefinidamente los problemas, como si la podredumbre de los asuntos terminara finalmente por disolverlos. Pero a la vista está que no hacen más que oler peor. El problema de Cataluña hace tiempo que atravesó la frontera del sentido común. Ante situaciones excepcionales no cabe otra cosa que actuaciones excepcionales. Tal vez sería bueno iniciar un nuevo diálogo, una tercera vía que deje en la cuneta los cadáveres políticos de los locos a cambio de un pacto con lo que queda de cordura en el independentismo catalán que no ha salido por patas, que empieza a estar dividido y cabreado.