Si giráramos la vista atrás en el tiempo, veríamos una ciudad de edificaciones con poca altura, en donde destacarían sensiblemente los edificios públicos y las torres de los campanarios de las parroquias. Con la mayoría de sus calles empedradas, que hacían sonar las ruedas de los carros de tracción animal y moler las posaderas de los afortunados pasajeros que circulaban en guagua perrera o en alguno de los escasos automóviles de los pudientes, enriquecidos gracias a la incautación de fincas de las que inicialmente fueron aparceros para luego convertirse en propietarios, merced a la denuncia de la ideología del patrón en plena dictadura para que cayeran en desgracia y así apoderarse de sus terrenos. Casos como este aún bailan en mi memoria, con nombres y apellidos, cuyos descendientes -esto es verídico- tenían que utilizar un rotulador para firmar un talón o documento, porque la estilográfica era solo para exhibirla ante los ojos ajenos. Y como lo anteriormente descrito resume un modo de vida en precario, nada me impide recordar la estratagema casera de tener en la azotea de la casa terrera un entramado de gallinero o palomar, construido con materiales de diversa calidad, muy cerca de los cajones llenos de tierra de monte, traída por las infatigables lecheras, plantados con toda clase de legumbres para sustanciar el guiso cotidiano de escasa o nula proteína, salvo que la jubilación forzosa de alguna gallina, agotada ya de poner huevos, sirviera para precipitarla en agua hirviendo y sustanciar el incipiente caldo. Llegado el momento es posible que ya nadie se acuerde de la figura del sustanciero, aquel hombre portador de un saco de huesos que alquilaba o vendía los restos que tuvieran algún rastro de grasa para dar sabor a la comida, cuyo único espesante, aparte de la papa, era el puñado de gofio de trigo o millo forastero, y excepcionalmente del país, librado de la requisa de cereales.

No resulta extraño, entonces, que se instituyera el fuero, que era un conjunto de privilegios o exenciones jurídicas, aplicables a un territorio o persona. Estas últimas citadas de forma fugaz en anteriores párrafos. Y quien tuviera el fuero era poseedor del huevo y sus beneficios, aunque, como hemos dicho, la población se las ingeniaba para sobrevivir sin estos privilegios. Alimentarse con huevos, antaño, suponía una excepción para los poseedores de gallinas, porque ya nadie se acuerda de los que venían importados en condiciones nada aceptables para su consumo. Tanto que había que sumergirlos en agua para comprobar su calidad comestible, y no era extraño ver flotando a la mitad de la docena, señal inequívoca de su mal estado, comprada con sacrificios.

Inevitablemente el reloj del tiempo nos ha dejado estos harapos enganchados a la memoria, y las casas de antaño ya son más altas y sujetas a la disciplina, a veces conflictiva, de las comunidades de vecinos, en donde solo hay que asistir de oyente a una junta para inspirarse en una antología del disparate, plagada de propuestas o protestas sin sentido. Y como tal expresamos, la demografía se ha ido estirando como un chicle, dejando poco espacio hasta para que una simple gallina escape de la jaula y busque un lugar de tierra cómodo para aposentar el culo y poner un huevo, musicado finalmente con un estentóreo cacarido triunfal, al estilo de Operación Triunfo.

Quiérase o no, la Isla se encoge cada día más, como igualmente se estrecha la posibilidad de que una gallina salga de su incómodo jaulón y se dé un paseo por una zona de tierra virgen para transmutar su huevo en campero, en vez de salido del culo, naturalmente, desde un cubo prisión de alambres.

Que ahora los productores están alarmados e indican que bajar al suelo al millón y medio de gallinas supone encontrar una extensión de seis millones de metros cuadrados; sabemos que es imposible porque como hemos dicho ya "el tamaño sí importa". A este paso, además de la amenaza de recorte de las pensiones, nos va a costar un huevo conseguirlo de una gallina que no esté estabulada. Huevo que, por cierto, ya no es blanco ni es tinto, sino de color. Privilegio de oblonga contextura, que solo servirá para que aquellos que ostentan un fuero especial, o disponen de una cafetería con precios ridículos, puedan seguir saboreando esa prerrogativa que, según la definición académica, corresponde a los diputados y hasta el mismísimo Puigdemont. ¡Qué cosas?!

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