En estos días se habla de ataques a la libertad de expresión. La aplicación de los delitos de odio y la apología del terrorismo está derivando en un regreso a la caverna de la peor censura franquista. Las condenas de cárcel que se han dictado contra cantantes, grupos, artistas o tuiteros, por más que sus mensajes sean deleznables, son el primer peldaño de una dictadura del pensamiento.

La expresión de las ideas no puede ser perseguida con el Código Penal en la mano. La libertad de expresión existe cuando no existen límites a su ejercicio: porque si existen límites ya no hay libertad de expresión y es otra cosa. Quien se sienta ofendido por el ejercicio de ese derecho, cuando se le insulte o se le denigre con falsedades, tiene el camino expedito de una demanda civil directamente hacia el bolsillo de personas o medios. Hasta hoy siempre se ha fallado en los tribunales con una cierta tendencia a proteger la libertad de expresión, pero las cosas están cambiando.

En este país se está imponiendo un discurso de lo políticamente correcto que extiende su influencia hacia todos los ámbitos. Encarcelamos a los juglares, precondenamos a cualquier investigado, eliminamos cualquier voz discrepante con el pensamiento único... Mal camino. Las opiniones no pueden castigarse con cárcel. Pensar no es delictivo.

Lo que está en riesgo no es la libertad de expresión, sino la libertad a secas. Vivimos en un país que padece hiperactividad y trastorno de atención. Queremos arreglarlo todo ahora mismo y a base de leyes, aunque sean atajos manifiestamente injustos. Los políticos han creado una desigualdad jurídica entre los hombres y las mujeres deslizando la presunción de culpabilidad hacia todos los varones y equiparándolos a presuntos asesinos. Ha sido buscando un buen fin. Pero esa es la legitimidad que usan todos los legisladores para justificar sus intrusiones en el terreno de la libertad. Los terroristas en España son héroes en Sudamérica, tan relativa es la moral de la geografía. La figura del jefe del Estado español se defiende por la vía penal persiguiendo a cantantes o revistas. Felipe VI podría llevar al banquillo a cualquiera que le insulte, como cualquier otro ciudadano español, pero ¿por qué una institución del Estado español tiene que estar blindada ante la crítica por salvaje o irrespetuosa que sea?

No he podido aguantar más de dos minutos escuchando a un rapero zoquete y sectario al que le metieron por el culo un manual maoísta que aún no ha terminado de digerir. Me he leído sus letras y son espantosamente malas, además de insultantes. Pero ninguna de esas opiniones le puede situar en una cárcel en una democracia.

Ya no importa lo que digas, sino a favor o contra quién lo digas. En qué bando estás, porque tienes que estar en uno que al parecer no puede ser el tuyo mismo. El mundo se ha convertido en una larga hilera de estanterías y quieren que estés etiquetado. Pensar a contracorriente tiene mala prensa. La manada del pensamiento determina las modas y tienes que seguir dócilmente al enjambre de la izquierda o de la derecha, de los morados o naranjas, de los estupendos o de los iracundos. Los que gobiernan te asfixian con sus presiones y los que se oponen con sus quejas, los machistas con su violencia y las mujeres reclamando que se cambien las aptitudes y los talentos por los porcentajes.

Todo esto no se arregla con leyes coactivas, sino con educación. Pero eso lleva tiempo y no funciona en el país de las prisas electorales. Y exige que nos pongamos de acuerdo entre muchos para que las conductas ofensivas desaparezcan por vergüenza de sus usuarios. Lo que cambia a los pueblos es la cultura y el desarrollo. Pero no hay quien nos conduzca por ese desierto. Esta es la época de los anticristos multimedia y los comunicadores osmóticos, intermediarios entre el pensamiento y una sociedad que ya no quiere pensar y a la que llevan, pasito a pasito, cogida de la mano desde la izquierda y la derecha, hacia una democracia totalitaria.