El insularismo es un fenómeno de metabolismo perfecto que transforma cualquier cosa en energía para alimentarse y crecer de forma imparable. Es un gran agujero negro sentimental que se lo traga absolutamente todo, incluidos el sentido común y la lógica.

El nuevo brote vírico, que está alcanzando su paroxismo en estos días, tiene su epicentro esta vez en Gran Canaria y es la razón principal del auge político y social de la figura de Antonio Morales, presidente del Cabildo y líder de Nueva Canarias. A lomos del discurso del desequilibrio, de la postergación de su isla y del expolio financiero, la figura política de Morales se acrecienta, como siempre ocurre con quien utiliza sabiamente la victimización en el viejo pleito que enfrenta a las dos capitales canarias. Todo eso, además, se enreda y se complica con las conspiraciones políticas de los partidos isleños, hábiles artesanos en operaciones de acoso y derribo de unos y de otros, incluidos los suyos.

Los partidos canarios han descubierto, exitosamente, un universo judicial, paralelo a la política, que permite alimentar un circo mediático en el que todo el mundo es preventivamente un presunto culpable condenado a aguantar titulares por el lomo. Ahora, a Morales le están cascando con un informe de la Audiencia de Cuentas que previsiblemente terminará en los juzgados. Algo parecido les ha tocado a muchos otros; unos inocentes y otros no, como los pimientos de Padrón. Lo que pasa es que Morales está envuelto en la bandera de su sagrada lucha contra Tenerife.

El discurso de Antonio Morales es perfecto en su simpleza: Gran Canaria vivió su época de esplendor y crecimiento hasta la llegada de la autonomía, porque esta cayó en manos del poder de Tenerife y desde entonces todo se ha hecho para postergar y desvalijar a Gran Canaria. Cualquier duda sobre ese relato, cualquier crítica que le afecte o cualquier objeción a sus opiniones, es un pecado de lesa traición a la Isla y una complicidad con el enemigo. No porque él tenga el ombligo del tamaño de Calatayud -que no hombre, que no- sino porque, con muchísima humildad, es la única, valiente e insobornable voz que se enfrenta a los tinerfeños: esos grandes villanos.

En realidad en Gran Canaria no dan ni una. En la transición política, cuando en España y Canarias ganaba la UCD, en Las Palmas triunfó la Unión del Pueblo Canario, un partido nacionalista e independentista. Cuando en las Islas empezó a prosperar el insularismo, en Gran Canaria se apostó por el PSOE. Y cuando finalmente se creó un nuevo nacionalismo canario, la Isla se rindió a los encantos de José Manuel Soria y el PP. "En política tenemos la vista de un topo y el olfato de un águila", me dice un amigo canarión. La verdad es que han ido siempre honrosamente a contrapelo.

Canarias se sostiene en el mar, los impuestos y la estupidez congénita de su dirigencia. Pero la pelea de perros entre las dos grandes islas -cuando no es Juana es la hermana- no es inocente ni impro-ductiva: consiguió que ambas se tragaran todo el poder institucional de la Autonomía. En aquel mar turbulento, los insularistas tinerfeños consiguieron una ventaja táctica: la alianza de seis islas. Gran Canaria se quedó fuera del proyecto nacionalista que triunfó en Canarias. Y nunca terminó de integrarse. Ni de digerirlo. Ahora tienen un nuevo líder que cuando se habla de invertir solidariamente más dinero en las islas menores dice que ese reparto perjudica a Gran Canaria. Un líder que grita "Canarias nos roba", advirtiendo que la autonomía está sangrando las arcas de su isla. O sea, haciendo amigos.

El actual brote tardío del fenómeno insularista son lodos de aquellas lluvias. Y adolece del mismo mal: una contra todas. Cuando más triunfa en Gran Canaria el discurso basado en el expolio de su isla más se le oscurece el resto del Archipiélago. Claro que eso a Antonio Morales parece que se la suda. Cada vez radicaliza más su discurso contra Tenerife, con la pasión y la fe de los iluminados. En la cresta de la ola del éxito uno no puede escuchar más que el ruido de su propia espuma. Ese ruido que no te deja pensar en dónde acaban siempre todas las olas.