Una chica de cierto instituto ha sido avisada de que se halla sumida en el fango inicial de lo que, en breve, será la ciénaga del maltrato. Tiene unos 15 años y sale con un chico algo mayor. En menos de un curso, ha dejado a sus amigas, no realiza ningún ejercicio en clase de educación física y sólo usa el móvil para marcar un número, el del "pibe" con el que quiere construir su desgracia, más que su suerte. El tal alumno fue llamado por la orientadora del centro para hablar con él. No existe maltrato jurídico aún, no hay violencia aparente o demostrable para acudir a la Policía. Se trata de una amalgama de hilos de seda invisibles que pronto inmovilizarán a su víctima.

Su chica, sabe que ya es suya. No practica educación física porque él no quiere que nadie contemple las curvas de su posesión. No tiene amigas. Y menos amigos. Él cubre todas sus necesidades afectivas. Como abandonó el instituto, ahora habla con ella por teléfono durante la media hora del recreo, la acompaña a la entrada y la recoge a la salida. La orientadora le dijo que tenía la mente sucia. Él no respondió. La chica justificó esas actitudes como productos inevitables del amor. La familia no puede hacer nada, el centro escolar no puede hacer nada, ella no puede hacer nada.

Por más que aplico toda la razón que me permite la experiencia acumulada, no identifico los porqués de tanto sufrimiento anunciado. Como profesional de la enseñanza, siento una inmensa frustración cuando no dispongo de ningún camino para que una alumna descubra por sí misma que sus pasos están siendo conducidos por una mala estrella. Los casos siempre son similares. Hace años, ya muchos, me entrevisté con una chica cuando descubrí que estaba saliendo con uno de los alumnos más violentos, irresponsables y desequilibrados, con bendición familiar, que he conocido durante mi carrera docente. Veía que mis palabras resbalaban por el cristal de la burbuja que esta mujer había construido frente a mí. Ante su sonrisa etrusca, sólo pude rogarle que confesara al instituto el más mínimo indicio de una violencia de la que, por desgracia, estaba seguro de que se produciría.

Todas y todos los adolescentes actuales, de todos los centros educativos de España, acumulan años de lecciones sobre el machismo y sobre la igualdad de trato entre las personas. Cualquier conducta contraria a la convivencia en este sentido es atendida con una intensidad de alerta semejante a la que provocaría un tsunami, incluso las relaciones personales son abordadas en las reuniones del profesorado, y las familias son informadas de las posibles consecuencias. Sin embargo, al final concluyo con amargura que aún encuentro vidas que narran el amor como subgénero de la tragedia, y la sangre y el llanto como los compañeros naturales de la mujer.

He sabido de alumnas que, tras muchos años, ya durante su vida adulta, fueron capaces de cortar las redes que las asfixiaban. Por regla general, tras episodios duros y violentos. He conocido, incluso, a quien ha ido en busca de su maltratador a pesar de la orden de alejamiento. Subyace un concepto del amor ajeno a la alegría. Ya digo, hay niñas marionetas de una mala estrella a la que, con total inocencia, ellas mismas entregaron sus hilos, y no encuentro las tijeras para cortarlos.

Demasiadas lápidas con nombre de mujer como testimonio de un concepto de existencia y de amor tan equivocado... Una pena, la verdad.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es